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Libros de Historia

HERNÁN CORTÉS. MÁS ALLÁ DE LA LEYENDA

HERNÁN CORTÉS. MÁS ALLÁ DE LA LEYENDA

DUVERGER, Christian: Hernán Cortés. Más allá de la leyenda. Madrid, Taurus, 2013, 439 págs., más cuadernillo con ilustraciones.

 

        Hace pocos meses escribí mis refutaciones a otro trabajo del historiador francés, Crónica de la Eternidad (2012), en la que éste afirmaba que el autor de la Historia Verdadera de la Conquista de Nueva España no fue Bernal Díaz del Castillo sino el mismísimo Hernán Cortés. Creo que en aquella ocasión rebatí convincentemente su hipótesis. Ahora le toca el turno a su nueva obra: Hernán Cortés. Más allá de la leyenda (Madrid, Taurus, 2013).

Debemos empezar advirtiendo que este libro es anterior en realidad a su Crónica de la Eternidad, pues fue editado inicialmente en el año 2005, aunque la mayoría lo hemos conocido ahora, con motivo de su reedición, en julio de 2013. Por tanto, no es de extrañar que Bernal Díaz del Castillo siga siendo en esta obra el autor de la Historia Verdadera, porque aun faltaban varios años para que el historiador galo se plantease lo contrario. Sí sorprende, en cambio, que aporte incluso argumentos en contra de su futura hipótesis. Así, por ejemplo, afirma que la expedición de Grijalva llegó a San Cristóbal de La Habana, como bien sabía Cortés, y a diferencia de lo que afirma Bernal que situó la arribada en la villa de Santiago –Pág. 125-. Asimismo, dice que Hernán Cortés tuvo un hijo con una princesa Náhuatl a la que amó, pero que Bernal Díaz no se acordaba de su nombre de ahí que la llamara doña Fulana de Hermosilla –Pág. 244-. Queda claro, que si el metellinense hubiese sido el autor de la Historia Verdadera nunca hubiese olvidado el nombre de uno de sus primeros amores.

        En esta nueva entrega el profesor Duverger vuelve a sorprendernos con planteamientos e hipótesis inverosímiles que no consigue documentar, ni tan siquiera argumentar de manera convincente. El libro sigue su línea habitual: está magníficamente redactado, con una literatura fluida como solo los hispanistas franceses e ingleses saben hacer. Está descargado de aparato crítico, pues apenas se incluyen al final del texto varias decenas de notas así como una escueta bibliografía. Alterna capítulos dedicados a la conquista con otros en los que va describiendo la situación en Europa, lo que a mi juicio es un acierto, por dos motivos: primero, porque inscribe perfectamente la conquista de México en el contexto europeo y en el marco de los descubrimientos y de la conquista de América. Y segundo porque permite respiros periódicos que favorecen su lectura. El problema es que se presenta como una biografía histórica, realizada por un historiador científico. Y digo que es un problema porque reiteradamente esgrime planteamientos infundados y comete todo tipo de errores, unas veces provocados por un análisis deficiente, tendente a justificar sus hipótesis previas y, otras, por su desconocimiento de los avances historiográficos logrados en la materia de los últimos años.

Ya en los capítulos introductorios nos sorprende con ideas mal documentadas o deficientemente justificadas. Da por hecho que América fue descubierta por los portugueses en torno a 1481, convirtiendo de un plumazo a Cristóbal Colón en un impostor. Otro más, como Bernal Díaz del Castillo. Y todo ello lo basa simplemente en su apreciación de que el genovés sabía a dónde iba y cómo regresar. No es que personalmente no comparta lo esencial de la teoría del protonauta, pero una idea así, de tanto calado, merece una justificación más extensa o al menos una referencia al gran defensor de dicha tesis, el recordado Juan Manzano, y a su famosa y completa obra Colón y su secreto. También asume la tesis judía de Salvador de Madariaga, alegando que para compensar la expulsión sefardita de 1492, la reina le ofreció un contrato maravilloso. No creo que la soberana aceptara las capitulaciones de Santa Fe para calmar su conciencia por la expulsión de los supuestos correligionarios del genovés. Es rizar el rizo en exceso. En cuanto al gobernador frey Nicolás de Ovando, lo convierte en fraile, alegando que los miembros de las ordenes militares anteponían al nombre el distintivo fray –hermano-. Pero se equivoca otra vez porque, como es bien sabido, a los altos cargos de las órdenes militares no se les daba el tratamiento de fray sino de frey –véase la voz frey en el diccionario de la R.A.E.-, que no era ni por asomo lo mismo.

La hipótesis principal del libro es que Hernán Cortés nunca fue el guerrero cruel del que se ha hablado sino un pacifista –sic- que se pasó toda la conquista intentando alcanzar acuerdos de paz y minimizando daños. Su proyecto vital, como pacifista, fue crear un nuevo mundo mestizo, fruto de la feliz fusión de lo europeo y de lo indígena. Él no quería trasplantar las costumbres castellanas a México, sino crear un nuevo estado autóctono, fruto de la hibridación racial y cultural de ambos mundos – Pág. 234-. Como indica en el prólogo José Luis Martínez, glosando al francés, Cortés era bueno y los indígenas también mientras que los malos eran, en cualquier caso, el emperador Carlos V y la administración hispana que impidieron al héroe Cortés llevar a cabo sus acciones de mestizaje –pág. 17, prólogo-. ¡Toma ya! Ésta es la hipótesis impresionante, inverosímil e impactante con la que trabaja el historiador francés a lo largo de todo el libro. Pero va incluso un paso más allá; desde 1514, mucho antes de que nadie intuyese la existencia de una gran civilización en el valle de México, ya Cortés piensa en México –pág. 112- y en el nuevo mundo que quiere crear. Y al autor le parece una prueba irrefutable de su proyecto civilizatorio el hecho de que no apreciase el dinero. Afirma Duverger, que cuando recibió un rico presente de Moctezuma, en vez de salir corriendo para disfrutarlo en España, como otros hubiesen hecho, le restó importancia, lo que demostraría –en su opinión- que su interés no era otro que la construcción de un nuevo estado mestizo –Págs. 146-147-. Francamente, es absurdo; el metellinense dijo por activa y por pasiva, en numerosas ocasiones, que él no había ido a las Indias a por tan poca cosa como era el vil metal sino para servir a Dios y al Emperador. Es bien sabido que no le interesaba tanto el dinero como la honra y el poder. Y la misma idea muestran reiteradamente otros grandes protagonistas de la conquista de América, como Hernando de Soto, Francisco Pizarro, Diego de Almagro, etc.

        Como ya hemos dicho, defiende que Cortés siempre fue un pacifista, un padre Las Casas laico o un Mahatma Gandhi del siglo XVI. Afirma taxativamente: Cortés ama a los indios… y se ubicó muy pronto del lado indígena –Pág. 111-. Pues mire usted, amar lo que se dice amar a los indios y ponerse del lado de ellos parece tan ridículo en un conquistador que si el propio Cortés lo hubiese escuchado decir de él, se hubiese sonrojado. Y si tanto los amaba, ¿por qué fue el máximo responsable de la destrucción del mundo azteca, provocando millones de muertos directa o indirectamente? Sin duda no debieron pensar eso los naturales cuando quemó en la hoguera a Cuahpopoca y a varias decenas de miembros de su séquito, ante la atónita mirada de cientos de personas sobrecogidas por la esperpéntica escena. Tampoco se debieron sentir amadas el medio centenar de mujeres tlaxcaltecas que les llevaron comida a su campamento y el extremeño, sospechando que eran espías, decidió amputarles ambas manos a todas ellas. Por cierto, que el autor cita el dato –pág. 167-, pero sin especificar que eran mujeres, porque eso desmontaría su idea que desarrollaremos después, de que amaba a las indígenas, como procreadoras del nuevo mundo mestizo con el que soñaba. Y finalmente, por no extenderme en este aspecto, tampoco se aprecia el amor hacia los naturales cuando analizamos el inventario de bienes que poseía en Cuernavaca: se especificaron nada menos que 188 indios esclavos, de los cuales una veintena eran tlaxcaltecas, pese a la ayuda que estos le prestaron en la Conquista. La hecatombe de Cholula donde murieron, como en una enorme jaula, varios miles de indígenas, lo justifica el autor diciendo que era un acto de guerra, en una lógica de guerra –pág. 174-. Y lo mismo podría decirse de los 20.000 muertos en los llanos de Otumba. Un caso diferente, a juicio del profesor Duverger, es el brutal asedio de Tenochtitlán, uno de los más dramáticos de toda la historia de la humanidad que costó la vida a unas ¡100.000 personas! En este caso –afirma el autor- se trato de una inmolación del propio pueblo azteca, ante las reiteradas peticiones de paz del pacífico, inofensivo y civilizado Hernán Cortés. También menciona el posterior martirio y ejecución de Cuauhtémoc para que dijese donde ocultaba el oro. Pero matiza, claro: se hizo a espaldas de Cortés y, cuando éste lo supo, ordenó piadosamente su ejecución para evitarle el suplicio. Bueno, sobran los ejemplos y los comentarios, juzgue el propio lector.

         Pero Duverger, para defender su carácter pacifista se ve en la obligación de tratar de desmontar cualquier implicación del metellinense en todo tipo de asuntos turbios o siniestros. Cuando llegó el juez Ponce de León a hacerle un juicio de residencia, en breve plazo murieron de manera inesperada dicho juez y nada menos que una treintena de sus partidarios. Desde aquel justo instante, todo el mundo sostuvo la muerte del jurista por envenenamiento, perpetrada bien por el propio Cortés, o bien, por alguno de sus criados o amigos. Pero claro, una mancha tan grande perjudicaría la tesis de Duverger de su supuesto pacifismo, por lo que se permite atribuirlo el autor a una nefasta coincidencia –Pág. 287-.

        La otra de sus grandes hipótesis es el gran amor que el extremeño sentía hacia las mujeres indígenas, las mismas que debían ser las artífices de su idílica arcadia. Por eso -afirma Duverger- nunca consintió la presencia de españolas en sus armadas para así ¡favorecer la copulación con las nativas! Amó a la mujer indígena, en especial a Leonor Pizarro, a la que le dio el apellido materno, y a doña Marina, la Malinche. Si se desposó con españolas fue obligado por las circunstancias; primero con doña Catalina Suárez, por complacer al teniente de gobernador Diego Velázquez, y después, con Juana de Zúñiga para conseguir así el apoyo de una importante familia castellana. Nuevamente, para salvaguardar su supuesto pacifismo, el autor culpa del asesinato de su primera mujer, nada más y nada menos que ¡¡al despecho de doña Marina!! o de alguna otra de las indias con las que mantenía relaciones. ¿Será posible? reconstruyamos los hechos: tras una discusión pública, se retiró el metellinense y su esposa Catalina Suárez a sus aposentos. Poco después ésta apareció muerta en la alcoba, con señales de estrangulamiento y con las cuentas de su collar desparramadas. Pero según se deduce del relato de Duverger, Cortés debió quedarse profundamente dormido mientras, a su lado, su esposa era estrangulada por alguna de las concubinas indígenas que pudo acceder a la habitación. ¡Pero bueno!, algo así no ocurre ni en las mejores películas de ficción. A mi juicio, la explicación es mucho más simple: Hernán Cortés siempre quiso tener descendencia legítima con una española –por eso no se desposó con ninguna de las nativas con las que tuvo relación- y Catalina Suárez, no podía darle hijos. Era un estorbo, y el metilense tras comprobar que no había forma de librarse de ella, optó por acabar con su vida. Un acto brutal de violencia de género, pero no hay que rasgarse las vestiduras, uno más de los miles que se producían en aquellos tiempos y más aún en el marco de la guerra de aquella nueva frontera castellana. Después, como viudo, pudo desposarse con muchas de las amantes o combinas indias que tuvo pero no lo hizo porque, había encargado a su padre que le apañase unos esponsales con una mujer linajuda de Castilla. Y así lo hizo, aunque Duverger afirma que se casó ¡desgarrado por el dolor!, por la memoria de su padre y por la protección que le podría proporcionar su nueva familia política –Pág. 303-. Sin embargo, es obvio para todos los quehemos estudiado al metellinense que ese desgarramiento y ese dolor del que habla el autor no cuadra en absoluto con su personalidad.

Por otro lado, descarta los excesos libertinos que se le han achacado. Se le conocen relaciones con decenas de mujeres, algunas simultáneas en el tiempo. En Cuernavaca llegó a poseer un harem con más de cuarenta féminas, con la mayoría de las cuales mantenía relaciones, incluyendo, eso sí, a su segunda mujer, Juana de Zúñiga. Pero, según Duverger, no lo hacía por libertinaje sino porque quería imitar al tlatoani Náhuatl, de ahí que tratase con respeto y deferencia a sus numerosas esposas –Pág. 242-. ¡Increíble!; pero es más, ¿cómo trato a su amadísima doña Marina? La utilizó a su antojo; no se separó de ella mientras le interesó y, cuando ya no le fue útil, no dudó en regalársela al barcarroteño Juan Jaramillo.

Hay otros aspectos secundarios de la vida de Cortés que tampoco están bien documentados. Da por seguro que el metellinense estudio en la Universidad de Salamanca, obviando las dudas de la mayoría de los especialistas y sobre todo, ignorando el libro del doctor Demetrio Ramos, en el que desmontó de manera convincente dicha posibilidad. Según Duverger, el metellinense estuvo en Salamanca entre los 14 y los 16 años, pero ni tenía edad para cursar estudios universitarios ni estuvo el tiempo suficiente para conseguir un título universitario.

Su estancia en La Española, entre 1504 y 1511, la fundamenta en conjeturas, siguiendo a pie juntillas a López de Gómara que se permitió rellenar los huecos que desconocía de su hagiografía como buenamente le parecía. Ello, le induce a escribir que fue un personaje clave en la pacificación de la isla, algo que no suscribe ninguno de los especialistas en historia dominicana ni en la cortesiana. Su repartimiento en el Dayguao o su residencia en la conocida como casa de Francia de la capital dominicana son meras conjeturas que Duverger asume como ciertas, sin aportar el más mínimo argumento. Menos plausible aún es que se enriqueciera no con la minería ni con la agricultura sino por su intervención en el circuito administrativo –pág. 95-. Los salarios de los administradores públicos eran bajos y nadie, en aquellos años, se enriquecía con dicha actividad sino con la actividad minera y la esclavista. Por otro lado, según Duverger, si no se embarcó con Alonso de Ojeda, el 12 de noviembre de 1509, no fue por ningún contratiempo lógico sino porque adivinó que esa bicefalia entre Diego de Nicuesa y Alonso de Ojeda acabaría mal, como de hecho ocurrió. Una vez más le atribuye capacidades casi sobrenaturales, al igual que cuando afirma que era capaz de descifrar y leer los pictogramas náhuatl, aserto que cuestiona el mismísimo prologuista del libro –pág. 18-. Por cierto, nuevamente hierra cuando dice que Sebastián de Ocampo, circunnavegó por primera vez Cuba en 1509, cuando está probado documentalmente que lo hizo en 1506 –Revista de Indias Nº 206 de 1996, págs. 199-204-.

        Asimismo, niega que los mexicas tuviesen a los españoles por dioses, esgrimiendo que es un error de apreciación y que la idea fue incorporada por los cronistas posteriores a la Conquista –pág. 146-. Sin embargo, las pruebas que indican lo contrario son abrumadoras y no es suficiente con lanzar la idea. Debió empezar por rebatir primero al prestigioso mexicanista israelí Tzvi Medin quien en un reciente libro, publicado en 2009, situó el ideal mitológico de los aztecas como clave en su rápido desplome, al pensar precisamente que los invasores eran dioses.

        Finalmente, sin ánimo de ser exhaustivo, me gustaría indicar que algunos de los conceptos del glosario que incorpora al final del libro están mal definidos. Afirma cosas tan sorprendentes como que la encomienda era una propiedad territorial donada, que los indios naborías eran esclavos o que un vecino es un residente en una villa.

Creo que si el profesor Duverger hubiese añadido algunos personajes ficticios, hubiese redactado una buena novela histórica que acaso le habría reportado más ventas y quizás la notoriedad pública que persigue. Pero como libro de historia que es, lamento decir que es malo, carente de metodología histórica, plagado de incongruencias, de faltas de sentido común y de hipótesis innovadoras sin la más mínima base documental o argumental

 

ESTEBAN MIRA CABALLOS

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