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LA LEYENDA NEGRA. HISTORIA NATURAL Y MORAL DE UNA CATÁSTROFE ECOLÓGICA (1492-1592)

LA LEYENDA NEGRA. HISTORIA NATURAL Y MORAL DE UNA CATÁSTROFE ECOLÓGICA (1492-1592)

MUÑOZ SANZ, Agustín: La Leyenda Negra. Historia natural y moral de una catástrofe ecológica (1492-1592). Mérida, Editora Regional de Extremadura, 2012, 252 pp.

 

        Interesante trabajo realizado por un médico en activo de la Unidad de Patología Infecciosa del hospital Infanta Cristina de Badajoz. En los orígenes de la colonización española del Nuevo Mundo aparecieron varias oleadas epidemiológicas que diezmaron, en algunos casos de forma irreversible, a las poblaciones indígenas: la influenza suina o gripe del cerdo (1493), la viruela (1518-1526), el sarampión (1530-1532, 1559, 1563-1564 y 1595), la varicela (1538), la gripe (1558-1559), el tifus o la peste pulmonar (1545-1548 y 1576-1580), las paperas (1550) la tosferina (1562), la peste (1560-1561 y 1587-1595), la difteria, etcétera. La mortalidad fue espantosa al igual que dos siglos después lo fue en Oceanía, muy a pesar de que ya se conocían los mecanismos de transmisión así como algunas vacunas, como la de la viruela.

El estudio de estas epidemias ha sido afrontado tanto por historiadores como por galenos, existiendo destacados estudios tanto de unos como de otros. Pues bien, el trabajo del Dr. Agustín Muñoz es un nuevo intento de concreción de las primeras epidemias desatadas en el Nuevo Mundo y su interpretación en el marco del proceso expansivo, en relación a la historia y a la leyenda. Para sustentar sus análisis contrasta los testimonios de la época con la sintomatología que esas patologías producen. Obviamente, en ello, los médicos tienen una formación de la que carecen los historiadores, y que les permiten precisar más razonadamente las enfermedades concretas que azotaron el Nuevo Mundo.

Precisamente, un médico, Francisco Guerra, fue el primero que demostró convincentemente que la primera gran epidemia americana tras la llegada de los europeos, la desatada en la Española en 1493, fue fruto de la influenza suina, trasmitida por unas cerdas compradas por Colón en la Gomera. Un tipo de gripe que se transmite del cerdo al ser humano y que provoca infecciones respiratorias severas que con frecuencia acaban en el deceso del afectado. Han sido historiadores los que han cuestionado, de forma quizás poco convincente, que se tratase de influenza. Así, Noble David Cook ha defendido que fue en realidad el primer brote de viruela, mientras que Massimo Livi Bacci ha llegado a decir que no hubo epidemia y que la hecatombe se debió al trastorno que experimentaron las estructuras socio-económicas indígenas. Agustín Sanz, que parece desconocer parte de la obra de Cook e ignora totalmente a Bacci, rebate por infundada la tesis de la viruela, posicionándose junto a los que defienden la influenza, aunque estableciendo un matiz bastante convincente: esta gripe pudo haber sido de origen porcino, pero también humana o aviar, o por la acción combinada de todas ellas.

Asimismo, plantea la posibilidad, siguiendo a Pablo Patrón, de que el Inca Huayna Cápac hubiese muerto entre 1525 y 1530 no de viruela, como tradicionalmente se ha sostenido, sino de una enfermedad endémica en el Perú, la bartonelosis. Con las reservas de un historiador, que no se siente seguro en cuestiones médicas, no creo que haya razones para pensar eso, precisamente por su carácter endémico en el área andina. De hecho, Adam Szászdi demostró que la epidemia que estuvo a punto de acabar con todos los hombres de Francisco Pizarro en Coaque, antes de la celada de Cajamarca, fue un brote de Bartonelosis. Sin embargo, dado que solía aparecer en forma benigna en la infancia, los naturales estaban más o menos inmunizados. Por ello, en principio no parece probable que la gran epidemia que asoló el Tahuantinsuyu, matando al Inca, fuese bartonelosis.

Pero la obra de Muñoz Sanz, brillante en los aspectos médicos, tiene a mi juicio, algunas lagunas cuando trata de contextualizarlos desde el punto de vista histórico. Aunque escribe, citando a Motolinía y a otros cronistas, que además de las enfermedades hubo otras causas que favorecieron la desaparición de millones de amerindios, en el fondo no parece integrar esta idea en su forma de entender el derrumbe de la población indígena. De hecho, termina cayendo en el error de usar la epidemiología para negar el genocidio –pág. 17-. Según el autor, epidemias y catástrofes naturales fueron las responsables de la hecatombe demográfica casi en exclusiva. Aunque él no lo sepa, se trata de una vieja línea de pensamiento defendida desde hace décadas por una parte de la historiografía hispanista, que afirma que la mortalidad provocada por las enfermedades, unido a otros factores concatenados en el tiempo, desmentían el genocidio. Además, recurre a la manida estrategia de desacreditar a la América Precolombina, con sus guerras, su antropofagia ritual y con la brutalidad de algunos de sus líderes. Sin embargo, con ser cierto, esto ni niega ni afirma el genocidio de la conquista.

A mi juicio, esta línea argumental habría que matizarla: por un lado, las epidemias con ser indudablemente la causa principal de la despoblación, no fue la única ni muchísimo menos. Es obvio que ni todos ni casi todos murieron por las enfermedades, ni tampoco por la tiranía ejercida por los vencedores; ambas posiciones implican una simplificación que necesariamente falsea la realidad. Millones de ellos perecieron de enfermedades pero otros cientos de miles fueron víctimas de asesinatos, violaciones, ejecuciones sistemáticas y esclavización hasta la extenuación. Algunos territorios americanos se convirtieron en los primeros años en factorías de esclavos a bajo precio, llegando a venderse varios miles de ellos en los mercados de esclavos de la propia Castilla. Y segundo, la leyenda negra, obviamente como tal leyenda, es absolutamente falsa y simple como bien indica el autor, pero no porque no se hubiesen cometido en la conquista todo tipo de crueldades –como en toda guerra- sino porque atribuye a los españoles una forma de actuar que había usado toda la humanidad, al menos desde los orígenes de la civilización. Por tanto, quede claro que la mayor parte de la población indígena murió de enfermedades, pero eso no excluye el genocidio. Cualquiera que esté habituado a leer los textos de la época, sabe que hubo un etnocidio sistemático y más puntualmente un genocidio que podríamos llamar arcaico o moderno.

Por lo demás encontramos algunos errores o erratas como citar al cronista Gonzalo Fernández de Oviedo como Francisco –pág. 28-, mencionar a Bartolomé de Las Casas como agustino –pág. 222-, o hablar del imperio azteca –pág. 108- cuando nunca pasó de ser una confederación, formada por Tenochtitlán, Texcoco y Tlatelolco. Asimismo, nos extraña en una obra tan documentada la ausencia de dos monografías que han revolucionado los estudios epidemiológicos del Nuevo Mundo, a saber: La conquista biológica. Las enfermedades en el Nuevo Mundo (Madrid, Siglo XXI, 2005) de Noble David Cook y Los estragos de la conquista (Barcelona, Crítica, 2006) del demógrafo italiano Massimo Livi Bacci.

Y para concluir, creo que el libro del Dr. Muñoz contiene algunos aportes de interés, sobre todo relacionados con cuestiones médicas. Además establece posicionamientos abiertos que al menos permiten el debate intelectual, aportando pistas para reflexiones e investigaciones futuras.

 

ESTEBAN MIRA CABALLOS

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