REBELIÓN DE LOS CAPITANES
CASSÁ, Roberto: Rebelión de los Capitanes: viva el rey muera el mal gobierno. Santo Domingo, Archivo General de la Nación, 2011, 514 pp. I.S.B.N.: 978-9945-074-37-6
La nueva obra del profesor Cassá versa sobre unos acontecimientos poco conocidos por la historiografía dominicana y española. Basándose en un análisis exhaustivo de las fuentes primarias, localizadas en archivos españoles y dominicanos, y apoyado por una extensa bibliografía, completa un análisis minucioso de este conflicto.
La secuencia expositiva es clásica, pues se estructura en cinco extensos capítulos en los que se analizan las relaciones sociales en el momento previo a los acontecimientos, la incubación del conflicto, los hitos de la rebelión, la derrota y el mantenimiento de la protesta, acabando con una conclusión.
En la pequeña ciudad de Santiago de los Caballeros, cercana a la frontera con la colonia francesa, se habían venido produciendo intercambios comerciales desde tiempo inmemorial. No por motivos políticos, de ruptura con la metrópolis, sino económicos, por una mera cuestión de supervivencia. El problema se remontaba nada menos que al segundo tercio del siglo XVI, cuando la isla quedó marginada del circuito comercial del Imperio. En las flotas llegaba muy poco género y a precios desorbitados. Para los vecinos de Santiago, el comercio con los corsarios de la banda norte primero, y con los colonos de Saint Domingue después, no era una cuestión de lucro personal ni mucho menos de traición. Ambos grupos humanos se respetaban, a sabiendas de que eran enemigos potenciales, pero a la par eran conscientes de que dependían unos de otros para su propia conservación. En diciembre de 1720, en la ciudad de Santiago, los rebeldes se negaron a obedecer al gobernador, capitán general y presidente de la audiencia, Fernando Constanzo Ramírez. Éste había pretendido no ya impedir el contrabando, como se intentó en otros lugares, sino lucrarse personalmente, imponiendo un gravamen extraoficial a todo el que traficara con la colonia gala. Dado que el pago voluntario no fue posible, se destacaron soldados que no sólo se cobraban las tasas mediante el pillaje sino que para colmo debían ser mantenidos por los vecinos, es decir, por los mismos que los sufrían.
Los santiagueros vieron muy afectada su ya de por si precaria economía, colocándolos en una situación muy difícil. Y en ello había acuerdo entre la plebe, que malvivía miserablemente, y los nobles que no disfrutaban de unas condiciones de vida mucho mejores. La nobleza se limitaba a unas cuantas familias, con una cierta influencia en su entorno próximo, a saber: los Pichardo, Morel de Santa Cruz, Almonte, Padilla, Villafañe y Ortega entre otras, que no tuvieron mucha dificultad en establecer una buena conexión con la clase subalterna. Y es que unos y otros vivían y trabajaban codo a codo, pese a la diferencia clasista. Incluso, se incorporó a la revuelta la población esclava, mostrando una evidente complicidad con sus dueños.
El comisionado Francisco Jiménez Lora ya había sido apuñalado en octubre de 1718, pero las autoridades de Santo Domingo no dieron una especial importancia al suceso. Y ello muy a pesar de que era una clara muestra de lo que se avecinaba si se persistía en la política de control del contrabando. Finalmente, la guarnición militar fue expulsada de la ciudad, al tiempo que los cuatro capitanes, encabezados por Santiago Morel, se situaban al frente de la revuelta. La rebelión fue neutralizada sin demasiada dificultad y los cuatro cabecillas apresados y encarcelados en Santo Domingo durante casi una década. Aunque fueron intencionadamente difamados de traidores, al final no sólo resultaron absueltos sino, incluso, rehabilitados en sus dignidades. Y además, los santiagueros se terminaron saliendo con la suya, pues la permeabilidad de la frontera continuó como siempre, es decir, prohibida en teoría pero permitida de facto. Parece obvio que las autoridades centrales terminaron comprendiendo que lo que estaba en juego era la viabilidad de la ciudad de Santiago, y en definitiva, la posibilidad de que los franceses ocupasen terrenos a costa del Santo Domingo español, amenazando la integridad de la primera colonia española en el Nuevo Mundo.
El hecho en sí puede parecer muy marginal, pues se desarrolló en una colonia que en el siglo XVIII estaba totalmente al margen del circuito comercial del imperio, y además sucedió en una pequeñísima ciudad rural del interior de la isla. Sin embargo, esta rebelión posee algunos elementos de análisis que nos parece necesario contextualizar:
Primero, la rebelión de los Capitanes se encuadra dentro de todo un conjunto de alzamientos que fueron, en palabras de Jorge Domínguez, parte integral de la política colonial normal. Esta rebelión, como todas las demás ocurridas en la época colonial, no supuso una amenaza para el Imperio. Nada tiene de particular que los rebeldes gritasen ¡viva el rey y muera el mal gobierno! Prácticamente todas las rebeliones, desde el siglo XVI, habían usado tal fórmula. Los conjurados de Santiago sabían que debían dejar muy claro que en ningún caso se dirigían contra la monarquía, pues eso equivalía a firmar su propia sentencia de muerte. De hecho, sus escritos reivindicativos, los enviaron directamente al rey o a la audiencia, a sabiendas de que esta institución siempre fue a lo largo de toda la colonia, el contrapeso de los gobernadores y capitanes generales. Los alzados confiaron en todo momento en que esta institución fallase a su favor.
Segundo, los sucesos demuestran claramente que el problema del contrabando, que comenzó en la isla en el segundo tercio del siglo XVI, nunca se atajó, y ello porque, como afirmaron Stanley y Bárbara Stein, fue un producto intrínseco del propio sistema monopolístico sevillano. Monopolio y contrabando fueron inherentes, es decir, formaron parte del mismo sistema. Por ello, la decisión de extirparlo a cualquier precio, como ocurrió un siglo antes con las devastaciones de Osorio, fue tan radical como ineficaz. En aquella ocasión, la brutal medida terminó dejando vía libre a los corsarios para establecerse en una extensa franja occidental de la isla, sentándose las bases de la futura secesión entre Haití y Santo Domingo. La rebelión de los Capitanes se produjo tras un nuevo intento de las autoridades de controlar dicho comercio ilegal. Y para colmo con el agravante de que el objetivo no era otro que el afán crematístico del corrupto gobernador de la isla. Conviene resaltar que, quizás, pesó en el perdón de los capitanes y en el mantenimiento del status quo la experiencia del fracaso de la política emprendida un siglo antes por Osorio.
Y tercero, esta rebelión se produjo en un siglo en el que la mayor eficiencia de la administración borbónica provocó muchas revueltas criollas. Una de las primeras fue la de los Capitanes de Santiago, que curiosamente coincidió en el tiempo con la de los Vegueros de Cuba que, como es bien sabido, surgió tras la decisión de la Corona de monopolizar el comercio de tabaco, imponiendo a la metrópoli como única compradora. Estas primeras insurrecciones fueron el embrión de otras de mayores repercusiones que se desencadenarán a lo largo de toda la centuria, en distintos lugares del Iberoamérica.
Para finalizar, hay que agradecer al autor no sólo el haber escrito una obra rigurosa sobre un tema poco conocido, sino también el haberlo hecho con una literatura fluida que permite leerla como si de una novela histórica se tratase. Sin duda, estamos ante un texto primordial no solo para la historiografía dominicana sino para todos los interesados en los mal llamados movimientos precursores del siglo XVIII.
ESTEBAN MIRA CABALLOS
(Reseña publicada en Revista de Indias Vol. 72, Nº 256. Madrid, 2012, pp. 853-855)
2 comentarios
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Saludos
Mario Gil -