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INDIGENISMOS DE AYER Y DE HOY

INDIGENISMOS DE AYER Y DE HOY

 

RUBIO, fray Vicente O.P.: “Indigenismo de ayer y de hoy”. Santo Domingo, Fundación García Arévalo, 2009, 350 págs. ISBN: 978-9945-8683-0-2

 

        Sabía de la existencia de esta obra desde hace unos años aunque no ha caído en mis manos hasta mi último viaje a Santo Domingo, en noviembre de 2017, fruto de un regalo de don Manuel García Arévalo. Se trata de un verdadero tesoro pues reúne en unas 350 páginas los artículos publicados a lo largo de varios años por el recordado fray Vicente Rubio en el suplemento sabatino del periódico El Caribe.

         Conocí al padre Rubio en uno de mis viajes a la isla, concretamente en 1998, cuando acudí al congreso sobre el V Centenario de la fundación de la ciudad de Santo Domingo. Sus trabajos siempre me resultaron de gran utilidad porque se interesaba por unos temas de investigación prioritarios para mí, como el taíno de La Española, su encomienda, su esclavitud y la labor redentora de los dominicos. Sin embargo, la mayor parte de sus escritos estaban editados en medios locales del país, de difícil acceso para el investigador extranjero. Por eso, me ha parecido un acierto por parte de la Fundación García Arévalo, la edición de esta obra, compilando todos los trabajos que publicó de forma dispersa, relacionados con el mundo indígena. En él aborda extensamente varios temas, a saber:

Primero, la labor indigenista de la Orden de Santo Domingo, empezando por el discurso del cuarto domingo de adviento de fray Antonio de Montesinos y siguiendo con la labor indigenista de fray Pedro de Córdoba. Ellos fueron los primeros en reivindicar los derechos de los naturales y en poner en práctica el método misional de la evangelización pacífica. El autor incluye una carta poco conocida, procedente de la Colección de Juan Bautista Muñoz, firmada por fray Domingo de Mendoza O.P., y fechada en Santo Domingo el 23 de febrero de 1512, en la que alude al famoso sermón de Montesinos. Un documento que la mayoría de los investigadores habíamos pasado por alto y que se reproduce íntegramente en este libro.

Segundo, dedica numerosas páginas a la figura de fray Bartolomé de Las Casas, el protector de los indios, personaje sobre el que era un gran especialista. Se permite aportar detalles inéditos que él mismo recopiló en el Archivo General de Indias. Asimismo, alude a manuscritos poco conocidos que demuestran la petición del dominico sevillano –no atendida- para que los naturales pasasen de la jurisdicción civil a la eclesiástica, con el objetivo explícito de protegerlos de las agresiones de los encomenderos. Asimismo, desarrolla extensamente la defensa que hizo el dominico en España del cacique de Nochistlán, Francisco Tenamaztle, líder de la guerra del Mixtón, que se entrevistó con él en Valladolid. Bien es cierto que el padre Rubio desconoce todo lo relativo al fallecimiento de este líder chichimeca, ocurrida el 10 de noviembre de 1556, según yo mismo di a conocer en un trabajo publicado hace más de tres lustros. También le dedica bastante atención a la errónea afirmación de que el dominico auspició la trata de esclavos para defender al indígena. Algo que el propio Las Casas desmintió en más de una ocasión, mostrándose siempre un detractor de la esclavitud, como puede leerse en su manuscrito “La Destrucción del África”. De hecho, hoy sabemos que junto a los pioneros en la lucha contra la esclavitud, como fray Bartolomé Frías de Albornoz y fray Tomás de Mercado hay que incluir al propio fray Bartolomé de Las Casas.

Y tercero, analiza con gran amplitud el mestizaje, pues el padre Rubio siempre defendió que el desaparecido universo taíno pervivió, de alguna forma, a través de la miscigenación. Narra las vicisitudes del primer mestizo de la isla, fruto de las relaciones entre Miguel Díaz de Aux y la cacica Catalina. Especial atención dedica al mestizo Diego de Ovando, nacido en la isla, hijo natural de Diego López Salcedo y de una desconocida nativa quisqueya. Como es bien sabido, Diego de Ovando desarrolló una larga trayectoria en el virreinato peruano, ocupando el cargo de alguacil mayor del reino de Quito. También analiza a cronistas mestizos como Pedro Gutiérrez de Santa Clara, Blas de Valera, Diego Muñoz Camargo o el Inca Garcilaso. Y por último, no se olvida de algunos españoles indianizados como el palermo Gonzalo Guerrero que decidió quedarse entre los naturales y no regresar con los hispanos.

Acaba el libro con un capítulo –el IV- dedicado a la figura de Sebastián Ramírez de Fuenleal a quien califica como el obispo más indiófilo de la mitra de Santo Domingo. Un prelado que tras desarrollar una notable labor en Santo Domingo pasó a México donde continuó con su defensa de los más desfavorecidos. Él siempre pensó que los naturales debían quedar en completa libertad con el único compromiso de pagar un trubuto anual y directo al rey. Y en el último capítulo –el V- traza un recorrido por la evolución del mundo indígena en la América contemporánea.

Para finalizar con esta breve reseña diremos que se detectan pequeños errores fruto de algún despiste del autor, algo lógico dada la magnitud de su obra. Por ejemplo, sostiene que Diego de Almagro “el Joven” perdió la vida en 1538 en la batalla de las Salinas –pág. 148-, cuando en realidad su orden de ejecución se dictó el 16 de septiembre de 1542, tras la derrota de los almagristas en la batalla de Chupas. Meras anécdotas en un libro que merece la pena leer, tanto por sus aportes al conocimiento del mundo indígena americano como porque contiene la visión indigenista de un dominico de nuestro tiempo. Dos cadenas del mismo eslabón cuya primera pieza es fray Antonio de Montesinos a principios del siglo XVI y la última fray Vicente Rubio, cinco siglos después.


 

ESTEBAN MIRA CABALLOS

LA INQUISICIÓN ESPAÑOLA Y LAS SUPERSTICIONES EN EL CARIBE HISPANO

LA INQUISICIÓN ESPAÑOLA Y LAS SUPERSTICIONES EN EL CARIBE HISPANO

 

 

CRESPO VARGAS, Pablo L.: “La Inquisición española y las supersticiones en el Caribe hispano, siglo XVII”. Lajas (Puerto Rico), Editorial Akelarre, 2013, ISBN: 9781490995717, 246 págs.

 

No voy a reseñar esta obra porque eso implicaría dedicarle un tiempo que no poseo en estos momentos pero al menos sí quiero recomendar su lectura a los seguidores de mi blog. La obra es fruto de una amplísima labor de investigación de su autor sobre fuentes primarias, localizadas básicamente en el Archivo Histórico Nacional de Madrid. Aclara el autor que las fuentes locales del Tribunal que debían conservarse en Cartagena de Indias, desaparecieron por un incendio. De ahí, que haya sido necesario recurrir a las fuentes españolas. Por tanto, cuenta con la solidez que solo puede proporcionar la documentación de archivo.

Tras una amplia introducción sobre las inquisiciones europeas y sobre la inquisición española el autor se adentra en el análisis de 45 procesos que se llevaron a cabo en el Tribunal de Cartagena de Indias a lo largo de todo el siglo XVII. Dado que este Tribunal fue erigido por orden del 25 de febrero de 1610, el libro abarca prácticamente su primer siglo de existencia. Su jurisdicción se extendía por un espacio de casi un millón y medio de kilómetros cuadrados, incluyendo la zona de Nueva Granada, las provincias de Venezuela, la gobernación de Quito, las Antillas y una parte de Centroamérica hasta el obispado de Nicaragua. De todos los tribunales creados en Hispanoamérica, fue el tercero más activo, solo por detrás del novohispano y del peruano. Su objetivo era el mismo que el de los otros Tribunales inquisitoriales, preservar la pureza de la fe, persiguiendo desviaciones supersticiosas como la brujería o la hechicería.

Vuelve a ratificar el autor en este caso concreto una idea que se ha extendido en los últimos años: el hecho de que no fue un tribunal tan sanguinario como lo ha presentado la Leyenda Negra. En Cartagena no se produjeron grandes autos de fe, ni se ejecutaron a centenares de personas. En general, las condenas fueron suaves y solo en algunos casos muy concretos de herejía persistente se condenó a los reos a pena de muerte. El objetivo de los inquisidores no era causar un daño extremo sino convertir a los herejes y supersticiosos en buenos cristianos, al tiempo que se enriquecían con las enjundiosas multas y confiscaciones que les imponían a los condenados. No obstante, el Dr. Pablo Crespo reconoce que, pese a que en general la mayoría de los inquisidores actuó con mesura, no faltaron algunos que abusaron de su poder, infringiendo atropellos y malos tratos al tiempo que engordaban sus fortunas personales.

Y para finalizar con estas breves líneas tan solo me queda decir que se trata del mejor y más documentado libro que se haya escrito sobre el Tribunal de la Inquisición de Cartagena de Indias. Un libro muy recomendable no solo para los estudiosos de la Inquisición sino para todos los interesados en la historia de la América Colonial.

 

ESTEBAN MIRA CABALLOS

HISTORIA DE TODAS LAS COSAS QUE HAN ACAECIDO EN EL REINO DE CHILE

HISTORIA DE TODAS LAS COSAS QUE HAN ACAECIDO EN EL REINO DE CHILE

ALONSO DE GÓNGORA MARMOLEJO. Historia de todas las cosas que han acaecido en el reino de Chile y de los que lo han gobernado (Miguel Donoso Rodríguez, ed.). Santiago de Chile: Editorial Universitaria, 2015. 578 pp.



         Con satisfacción hemos conocido esta nueva reedición de la obra del cronista Alonso de Góngora Marmolejo, magníficamente editada y anotada por el Dr. Miguel Donoso Rodríguez. Ya en el año 2010 apareció impresa en la prestigiosa editorial hispano-alemana, Iberoamericana/ Vervuert. Sin embargo, la publicación en el año 2011 de importantes datos sobre la biografía del cronista (Mira, 2011: 105-138), incitaron al Dr. Donoso a emprender una nueva reedición, ampliando y corrigiendo la semblanza del cronista. El resultado es una obra excelente, que aúna, por un lado, un estudio preliminar en el que se analiza con detenimiento la vida y la obra del cronista y, por el otro, una edición crítica del original, conservado en la Real Academia de la Historia de Madrid. En estas ediciones de 2010 y de 2015 el autor ha adoptado como criterio de transcripción las normas del GRISO-CEI, modernizando las grafías, aunque evitando en cualquier caso cualquier alteración fonética. El libro se cierra con un listado biográfico de los personajes citados en la crónica y con un índice de voces anotadas que resultan de una gran utilidad para el lector. Por cierto, que dicho listado de biografías, con ser útil y aclaratorio, contiene algunos datos erróneos y otros incompletos que habrá que perfeccionar en futuras investigaciones.

Alonso de Góngora, nacido en Carmona (Sevilla) el 20 de abril de 1523, empezó a escribir su obra al final de su vida, concretamente en 1572, después de haber leído la primera parte de La Araucana, acabándola el 16 de diciembre de 1575, según afirma él mismo en el colofón de su manuscrito. Dado que la narración empieza en 1536 y él debió llegar a Chile en torno a 1550, es obvio que la primera parte de la misma no es exactamente una crónica sino una historia, reconstruida en base a los testimonios orales y escritos que pudo recopilar.

El texto original fue remitido por su autor a España, dirigido y dedicado al presidente del Consejo de Indias, el extremeño Juan de Ovando, quien había incentivado la redacción de crónicas que perpetuasen la supuesta gesta conquistadora. Pese a consignarlo a la persona más indicada, permaneció inédito hasta la Edad Contemporánea. El primero en sacarlo a la luz fue el erudito sevillano Pascual Gayangos quien en 1852 lo publicó en el tomo IV del Memorial Histórico Español, siendo reeditado en 1862 en Santiago de Chile, concretamente en el tomo II de la Colección de Historiadores de Chile y documentos relativos a la Historia nacional. En el siglo XX fue reeditado sucesivamente en 1960, 1969 1990 y ya en el siglo XXI hemos conocido estas dos ediciones transcritas del original y prolijamente anotadas por el Dr. Miguel Donoso, en 2010 y 2015.

Gracias al cronista carmonense conocemos pormenorizadamente todos los sucesos ocurridos en el reino de Chile desde su descubrimiento hasta el año 1575. La historiografía contemporánea estima que esta obra, junto a las de Mariño de Lobera y Alonso de Ovalle, constituyen los pilares básicos para aproximarse a la conquista de este territorio.

Góngora se centró especialmente en la historia política, destacando todos los hechos de armas ocurridos en la conquista de Chile, de la que él fue un testigo de excepción. Narra los acontecimientos de forma secuencial, intentando no inmiscuirse en ellos. No obstante, no siempre lo consigue pues en algunas ocasiones se notan sus apreciaciones personales; por ejemplo, mientras compara reiteradamente al rebelde mapuche Lautaro con el demonio, en otras destacó su valentía y la de los demás aborígenes que habitaban la gobernación de Chile. Se aprecia, asimismo, esa agrupación tan generalizada en las crónicas de la Conquista entre indios-demonio frente a españoles- Dios. Así mientras los nativos estaban inspirados y ayudados por Satanás, los españoles estaban asistidos por el apóstol Santiago y por la Virgen María, por delegación expresa de Jesucristo.

El autor de la edición destaca la capacidad del cronista para trazar verdaderos retratos psicológicos de los personajes a los que describe. No tiene nada de particular que su obra resulte imprescindible para acercarse a las semblanzas de los principales conquistadores que se pasearon por el escenario chileno. Sirva de ejemplo el retrato físico y humano que hizo del gobernador Melchor Bravo de Saravia:

 

         "Era el doctor Saravia natural de la ciudad de Soria, de edad de setenta y cinco años, de mediana estatura… angosto de sienes; los ojos pequeños y sumidos; la nariz gruesa y roma; el rostro caído sobre la boca; sumido de pechos, giboso un poco mal proporcionado, porque era más largo de la cinta arriba que de allí abajo; polido y aseado en su vestir, amigo de andar limpio y que su casa lo estuviese; discreto y de bien entendimiento…Cudicioso en gran manera y amigo de recibir todo lo que le daban; enemigo en gran manera de dar cosa alguna que tuviese… Amigo de hombres ricos, y por algunos dellos hacía sus negocios, porque de los tales era presunción recibía servicios y regalos…"


 

La descripción no puede ser más detallada, tanto referida a aspectos físicos como a psicológicos, no quedando bien parado pues lo acusa no solo de ambicioso sino incluso de prevaricador. Detalles similares ofrece de otros gobernadores y capitanes que intervinieron en los sucesos que narra, como Pedro de Valdivia, Francisco y Pedro de Villagra o el gallego Rodrigo de Quiroga. Curiosamente, Francisco de Villagra, al igual que Pedro de Valdivia, perdió la vida a los 56 años, de muerte natural, por el agravamiento de la sífilis que padecía. Por cierto que, pese a morir relativamente joven y tras sufrir los dolores propios de esta enfermedad, afirma que tuvo una buena muerte, lo cual hay que entenderlo en comparación con la que padecieron otros protagonistas de la Conquista. De hecho, mientras éste recibió los Santos Sacramentos y dispuso su escritura de última voluntad, otros perdieron la vida en combate o simplemente asesinados.

De su personalidad, de su formación y de su religiosidad conocemos algunos detalles a través de su propia obra. En dos ocasiones vio o le pareció ver al apóstol Santiago al frente de las huestes hispanas. Y añade que quiso Dios que los cristianos no se perdiesen, preservando así la predicación de la fe entre los naturales. En otro momento, se le ocurrió pensar que la epidemia de viruelas que sufrieron los nativos fue obra de Dios, a quien califica de juez recto. Ello nos está evidenciando su profunda y sincera religiosidad. No en vano, procedía de una linajuda familia carmonense donde abundaban los presbíteros pues, no en vano, dos hermanos suyos lo eran. Con frecuencia destaca el poco decoro de algunos españoles que estaban amancebados con mujeres de la tierra, y ello a pesar de que él mismo vivió durante años en esa misma situación.

Como destaca el Prof. Donoso, Góngora se caracteriza por una modestia exquisita pues, a diferencia de otros, apenas hace uso de su erudición para vanagloriarse de sus amplios conocimientos. Bien es cierto que su formación era básica, la misma que disfrutaban en Carmona los hijos varones de las estirpes de la oligarquía. Descendía de Juan Jiménez de Góngora, alguacil perpetuo de Carmona, y cuya familia poseía su bóveda de entierro en el presbiterio de la iglesia conventual de San Francisco de dicha localidad. Su bisabuelo, su abuelo y su padre habían sido regidores del cabildo de Carmona, y posteriormente su tío Rodrigo de Quintanilla, su primo Rodrigo de Góngora y su hermano Pedro Hernández Marmolejo. Ahora bien, de todos sus parientes más cercanos el único que realizó estudios superiores fue su hermano, el licenciado Francisco Pancorvo, que estudio en Salamanca y se graduó en Valencia. En el testamento de su padre, éste dispuso que no se le tuviese en cuenta lo que gastó en su formación, pues de sus letras se aprovecharán sus hermanas y deudos cuando lo hubieren menester. Probablemente de la formación de su hermano se benefició también el propio Alonso de Góngora.

El carmonense se mostró muy preciso en los datos que ofreció aunque a veces le traicionó la memoria. Así, por ejemplo, cita a Francisco de Ulloa como natural de Cáceres, cuando en realidad es bien conocida su cuna emeritense, mientras que de Francisco de Villagra afirma que murió el 15 de julio de 1562 cuando en realidad su óbito ocurrió el 22 de junio de 1563, como bien señala el editor. Asimismo, fecha la escaramuza del valle de Purén en febrero de 1570 cuando en verdad sucedió, como anota certeramente el Dr. Donoso, en enero de 1571.

           En definitiva, creo que estamos ante la mejor y más completa edición de la obra de Alonso de Góngora. El estudio preliminar, en el que se analiza pormenorizadamente la vida y la obra del cronista, nos permite interpretar mucho mejor los hechos que narra y describe en su texto. Un libro, pues, imprescindible para todos los interesados en la etapa de la conquista y particularmente en la del reino de Chile.



ESTEBAN MIRA CABALLOS

 

(Reseña publicada en la revista Anales de Literatura Chilena Nº 27. Santiago, 2017, pp. 237-240).

CIUDADES ESPAÑOLAS EN AMÉRICA

CIUDADES ESPAÑOLAS EN AMÉRICA

FIGUEIRAS, Alfredo: Ciudades españolas en América. Editorial lacre, 2016

Esta obra nace de las vivencias personales de su autor, Alfredo Figueiras. Durante más de tres décadas fue piloto de Iberia y él entre vuelo y vuelo se dedicaba a conocer aquellas ciudades a las que arribaba. El autor conoce personalmente todas esas ciudades cuya fundación describe y eso se nota en el libro. No solo es valioso por las vivencias, por su amplia documentación sino también por las excelentes fotos que ilustran toda la obra, y que fueron tomadas por el propio autor.

En el libro se seleccionan un total de 16 ciudades fundadas por españoles en diversos confines del Nuevo Mundo. Se detiene en cada una de ellas, haciendo una breve reseña de su fundador y del escudo de la ciudad fundada.

Y es que los conquistadores españoles no solo conquistaban sino que la mayoría estaban obsesionados por fundar ciudades. Sabían bien que la mejor forma de asentar la conquista era poblar como se había hecho durante años en la reconquista. Eran conscientes de que poblar equivalía a someter definitivamente un territorio hostil.

Para crear una gobernación sobre la que gobernar hacía falta fundar urbes sobre las que reproducir la forma vida occidental. La condición de vecino era requisito previo para recibir solares, tierras y encomiendas así como para ostentar algún cargo concejil. En los núcleos urbanos se aglutinó la minoría hispana, convirtiéndose en centros de control del espacio y de sujeción de los pueblos de indios del entorno. Al mismo tiempo evitaba los vacíos de poder, estableciendo, sin solución de continuidad, un nuevo orden, sobre la antigua estructura política incaica. Un organigrama administrativo en base a pueblos de indios con sus curacas que se mantuvo intacto durante buena parte de la época colonial. De hecho, todos aquellos jefes locales que decidieron aceptar el nuevo poder, permanecieron en sus cargos, manteniéndose durante varios siglos la nobleza local incaica y en ocasiones hasta preincaica.

Esas vivencias de aquellos españoles que se recorrieron miles de kilómetros para fundar ciudades y trasplantar un pedacito de España en América, se encuentran recogidas en esta obra.

 

 

ESTEBAN MIRA CABALLOS

 

 


MIRADAS SOBRE HERNÁN CORTÉS

MIRADAS SOBRE HERNÁN CORTÉS

Martínez Martínez, María del Carmen y Mayer, Alicia (Coords.): “Miradas sobre Hernán Cortés”. Madrid, Iberoamericana, 2016, ISBN: 978-84-8489-990-7, 282 págs.

         En esta obra se reúnen las aportaciones presentadas a unos coloquios celebrados en marzo de 2015 y dirigidos por las dos coordinadoras. Participan en él algunos de los especialistas más reconocidos en la temática cortesiana, como Bernard Grunberg, Miguel León-Portilla, María del Carmen Martínez o Rodrigo Martínez Baracs, entre otros.

         El libro se abre con un trabajo del profesor Miguel León Portilla, centrado en las grandes expediciones al Mar del Sur, tras la conquista de la Confederación Mexica. En dichas páginas se muestra el carácter inagotable del conquistador, deseoso de explorar el Pacífico y llegar a Asia. Bien es cierto, que dicho texto es solo una versión resumida de su obra maestra “Hernán Cortés y la Mar del Sur” (México, ICI, 1985).

         Muy interesante es el aporte de Bernardo García Martínez, del Colegio de México. Aclara que junto a la conquista militar hubo otra política. Efectivamente, hubo muchos pueblos cuya élite gobernante aceptó el cambio de poder sin que se produjera una fractura. Destaca el caso llamativo, pero no único, del pueblo de Yanhuitlán, cuya dinastía alcanzó el poder en el siglo XI y lo mantuvo hasta el año 1629. Es decir, la élite dominante subsistió a dos conquistas, la mexica y la hispana. Lo que queda claro es que Hernán Cortés, como los propios mexicas, ofrecieron allí donde fue posible una transición pacífica, manteniendo la estructura política prehispánica. Y es que muchos pueblos del valle de México vieron la conquista no como un choque militar sino como un cambio político. Todos aquellos pueblos que aceptaron el nuevo vasallaje, la nueva religión y sus obligaciones tributarias fueron incorporados sin cambios traumáticos.

         Bernard Grunberg, por su parte, trata la figura de Cortés como un hombre de su tiempo, un continuador de la reconquista más allá de los mares. El autor destaca que se trataba de una empresa privada y que, por tanto, eran los caudillos hispanos los que asumían todos los riesgos, en servicio de Dios y de Su Majestad. Y lógicamente, tras la conquista, llegaron las compensaciones tanto económicas como sociales, aunque no políticas. Concluye Grunberg que el metellinense fue un gran guerrero que además terminó enamorándose de la tierra que conquistó. Ahora bien, también advierte que quizás no se haya ponderado adecuadamente el papel de algunos de sus principales lugartenientes, como Gonzalo de Sandoval, Andrés de Tapia, Pedro de Alvarado o Cristóbal de Olid. Y ello, sin olvidar, recuerda el autor, la visión de los vencidos.

         Por su parte Karl Kohut insiste en algo que ya sabíamos: el papel de las propias “Cartas de Relación” en el proceso de heroización del propio conquistador. Resalta el autor que, pese a la prohibición de su edición en España, por las presiones de Pánfilo de Narváez, en Europa fueron acogidas con verdadero furor. A juicio del autor, la edición alemana de 1550 constituye la cumbre de la heroización del metellinense.

         “Más pleitos que convenían a su Estado”, es el título del trabajo de la Dra. María del Carmen Martínez, usando una frase del cronista Francisco López de Gómara. Los problemas judiciales de Cortés comenzaron tras el nombramiento de la primera Audiencia de Nueva España, tras la muerte repentina del jurista Luis Ponce de León que debía realizar su juicio de residencia. A este tribunal de justicia acudieron decenas de descontentos con el conquistador, personas que no habían visto bien recompensados sus servicios. La presencia del metellinense o de sus decenas de apoderados en los juzgados fue ya continua hasta el final de su vida. Los pleitos que sostuvo el conquistador se cuentan por decenas, y la documentación está repartida por diversos archivos españoles y mexicanos.

         De la visión cortesiana en la obra de Gonzalo Fernández de Oviedo se ocupa Louise Bénat-Tachot, de la Universidad de Paris-Sorbonne. Como ya sabíamos, el cronista se muestra bastante crítico con las acciones del conquistador a quien afea especialmente su traición al teniente de gobernador Diego Velázquez. Y esta deslealtad con su superior la recalca el cronista en varias ocasiones a lo largo de su obra. Ahora bien, esa infidelidad no es incompatible con el hecho de que fuese un guerrero valiente, lo que le lleva a escribir, con motivo de sus exequias fúnebres, que por sus acciones en la guerra era una persona digna “de mucha memoria”.

         Complementario del artículo anterior es el que José Luis Egío dedica al cronista soriano Francisco López de Gómara que fue algo así como su cronista oficial, cantor de la gesta del metellinense. Destaca el autor que Gómara encontró en la comparación la herramienta más eficaz para ponderar las hazañas de su biografiado y exculparlo de casi todas las acusaciones.

         Alicia Mayer, profesora de la Universidad Nacional y Autónoma de México, destaca la visión de Cortés como héroe cristianizador que consagró la historiografía desde la segunda mitad del siglo XVI. Fue el franciscano Fray Gerónimo de Mendieta el que inició está visión del metellinense como un elegido por la providencia para extender el cristianismo, compensando el daño causado por los protestantes. Fray Juan de Torquemada, el criollo Carlos de Sigüenza y Góngora y otros escritores de su tiempo mantuvieron esta idea de que la gran proeza de Cortés había sido la evangelización de los naturales.

         Por su parte Antonio Rubial García traza un completo recorrido por la visión de Cortés desde el siglo XVI al XIX. Un lapso de tiempo en el que se pasa del héroe de los siglos XVI y XVII a la frialdad del XVIII y a la crítica abierta de los criollos de la época de la Independencia. El metellinense fue satanizado, al representar el símbolo de la dominación española. No fue la única diana, también fueron denostados Moctezuma y la Malinche como traidora, al tiempo que emergía un nuevo héroe de la resistencia mexicana: Cuauhtémoc. Complementario a este trabajo es el que firma Miguel Soto, referido a la imagen del conquistador en el México independiente hasta la época del gobierno populista de Porfirio Díaz. En general, la figura de Cortés estuvo demonizada, formando parte del discurso nacionalista. Y la animadversión llegó a tal punto que hubiesen profanado sus restos mortales en el Hospital de Jesús de no ser por la intervención de Lucas Alamán que se anticipó, ocultándolos. Servando Teresa de Mier, Tadeo Ortiz de Ayala, José María Luis Mora y otros historiadores del México independiente recriminaron la conquista en general, y cuestionaron la gesta de Cortés. Y ya en 1901, Genaro García, en su obra “Carácter de la conquista española en América y México” (1901), criticó a España por su intolerancia contra judíos, musulmanes e indios, al tiempo que comparaba a Cortés con un “nuevo Atila”. Obviamente, lo mismo la historiografía de la época moderna que la contemporánea se ha movido en función a una ideología y a unos intereses muy particulares, ajenos a la verdadera historia del personaje.

         El libro se cierra con un pequeño pero enjundioso trabajo de Rodrigo Martínez Baracs que, por cierto, es hijo del gran historiador cortesiano José Luis Martínez. Su trabajo lo titula “Actualidad de Hernán Cortés” y son reflexiones muy sabias y ponderadas que, a mi juicio, es lo más valioso de este libro. Él sugiere una visión ecuánime y rigurosa del conquistador más allá “de la vanagloria y de la culpa”. Y reivindica el papel de los propios mexicanos, pues son ellos y no los peninsulares que permanecieron en España, los descendientes de Cortes y su hueste. Es discutible su afirmación de que el avasallamiento de la población tras la conquista no fue mayor que el que ya sufrían en la época prehispánica. Ahora bien, sí acierta cuando sostiene que la situación de los naturales empeoró tras la Independencia, precisamente cuando perdieron su condición de indios y el control de pueblos y tierras.

         En líneas generales este volumen constituye una puesta al día de lo que sabemos sobre Hernán Cortés. Contiene muchas ideas sugerentes que tratan de ubicar al conquistador en su contexto histórico. Una lectura recomendable y sugerente ahora que se acerca el quinto centenario de la llegada a Veracruz del conquistador. Tiempo habrá en estos años conmemorativos, de 2017 a 2019, de hablar de su figura y de tratar de contextualizar los hechos.



ESTEBAN MIRA CABALLOS

UN ERROR HISTÓRICO: LA IDENTIDAD DE ALONSO DE MENDOZA

UN ERROR HISTÓRICO: LA IDENTIDAD DE ALONSO DE MENDOZA

CARMONA CERRATO, Julio: “Un error histórico: la identidad de Alonso de Mendoza”. Don Benito, XV Premio de Investigación Santiago González, 2016, 389 págs.

           Su autor, paisano de su biografiado, nos aclara la identidad de Álvaro de Mendoza y de sus hijos que alcanzaron gran notoriedad en la América de los siglos XVI y XVII. De los más de 14.000 extremeños que hicieron las Américas hay varios cientos de ellos que están mal identificados. Empieza el autor desmontando la idea tradicional de que Alonso de Mendoza –que tiene una calle en Don Benito- fuese el fundador de la ciudad de La Paz. Como demuestra el autor, el fundador de esta urbe fue un zamorano del mismo nombre. Y es que la existencia de varios homónimos del mismo nombre ha favorecido la confusión.

           El dombenitense Alonso de Mendoza era en realidad un criollo, aunque eso sí, hijo del capitán Álvaro de Mendoza Carvajal. Este último nació en Don Benito en torno a 1504, pasando a América en 1534, en la expedición liderada por Rodrigo Durán. Una vez en llegado a las Indias, participó en numerosas campañas militares, a las órdenes de Pedro de Heredia y de Jorge Robledo en Popayán y Antioquía. Estuvo presente en la fundación de las ciudades de Anserma y Cartago. Obviamente, cuando se produjo el enfrentamiento entre Pedro de Heredia y Sebastián de Belalcázar se posicionó del lado de su pariente político Pedro de Heredia. De vuelta en Cartagena ostentó la alcaldía ordinaria del cabildo, al tiempo que era capitán y maestre de campo. Asimismo poseyó enjundiosas encomiendas, sobre todo desde 1550 en que obtuvo las de Pinchorroy y Chenú.

En 1555 se embarcó hacia la metrópolis en la accidentada flota del general Farfán que sufrió numerosos avatares y terminó naufragando. Pero Álvaro de Mendoza y su hermano Francisco de Carvajal sobrevivieron al percance y se presentaron en Valladolid, obteniendo numerosas mercedes de Felipe II.

En 1557 estaba de vuelta en Cartagena de Indias, siendo en ese momento gobernador Gonzalo Jiménez de Quesada. Un contratiempo pues ya no existía la protección de su pariente Pedro de Heredia y fue residenciado, siendo condenado primero y en absuelto en grado de apelación. En 1559 participó en la defensa de Cartagena ante el asalto de los corsarios galos Martín Cote y Jean de Beautemps. Poco después se reembarcó por segunda vez hacia España, estando de vuelta en Cartagena de Indias en 1560. En 1568, siendo maestre de campo de Cartagena, hizo frente al asalto de la ciudad por parte del corsario inglés John Hawkins. Y siendo ya un anciano, en 1586, vivió la dramática ocupación de la ciudad, por parte del corsario Francis Drake. El dombenitense sobrevivió al menos hasta 1598 aunque ya con más de 90 años de edad y prácticamente impedido.

Fruto de su matrimonio con Francisca de Heredia, sobrina del gobernador y fundador de la ciudad de Cartagena Pedro de Heredia, nacieron varios hijos: Alonso de Mendoza, Francisco de Carvajal y María de Mendoza. Estos perpetuarían su linaje en Cartagena de Indias.

           Cono conclusión, el libro detalla con minuciosidad las andanzas de Álvaro de Mendoza, al tiempo que aclara que su hijo, el criollo Alonso de Mendoza no fue el fundador de la ciudad de La Paz. El libro está muy bien documentado y el esfuerzo de su autor es digno de elogio. A mi juicio, el título de la obra debió ser otro; no Alonso de Mendoza, que ni fundó La Paz ni tan siquiera era extremeño, sino Álvaro de Mendoza. Éste dombenitense sí que tuvo una vida casi novelesca y digna de ser recordada. Habría que plantearse, quizás mantener por tradición histórica la calle de Alonso de Mendoza, pero urge colocar otra a Álvaro de Mendoza Carvajal, este sí, un dombenitense que sobrevivió a rebeliones, ataques corsarios y a tempestades.



ESTEBAN MIRA CABALLOS

MARÍA DE TOLEDO. LA PRIMERA VIRREINA DE LAS INDIAS

MARÍA DE TOLEDO. LA PRIMERA VIRREINA DE LAS INDIAS

TOLA DE HABICH, Fernando: María de Toledo. La primera virreina de las Indias. México, Factoría Ediciones, 2016, 133 págs.

Se trata de la primera biografía que se escribe sobre María de Toledo, virreina de las Indias, esposa de Diego Colón, hijo primogénito del primer Almirante de la Mar Océana, Cristóbal Colón. Es un libro de bolsillo, muy bien escrito, que se lee de principio a fin sin dificultad.

           María de Toledo nació en 1490 en el seno de una casa de alta alcurnia, siendo hija de Fernando Álvarez de Toledo y Enríquez, Comendador Mayor de León, y de María de Rojas y Pereira. Era sobrina tanto de Fernando el Católico como del Duque de Alba. Marchó con su esposo a las Indias, instalándose en la Ciudad Primada de Santo Domingo en 1509. Se establecieron provisionalmente en las Casas Reales, donde se alojaban los cargos oficiales, hasta que en 1514 estuvo acabado su palacete. La gobernación de la isla fue muy problemática, por el duro enfrentamiento entre el grupo colonista y el oficial, liderado por Miguel de Pasamonte.

En 1514, Diego Colón regresó a España, dejando en Santo Domingo a su esposa, junto a cuatro hijas procreadas en esos años: Felipa, María, Juana e Isabel. No cuesta imaginar a la virreina, constantemente embarazada y dedicada por entero a la crianza de sus hijas. Su marido no regresó hasta 1520, de nuevo con el rango de gobernador y virrey de las Indias, permaneciendo en el cargo por el breve espacio de tres años. Sin embargo, en ese lapso de tiempo, tuvieron tiempo de procrear a dos hijos varones, quedando ella embaraza a la partida de su marido. Por cierto, que en 1523 se despidieron en la isla y nunca se volvieron a ver porque él murió en España el 23 de febrero de 1526 mientras seguía a la corte de Carlos V para reivindicar sus derechos.

           La virreina regresó a España en 1530, tras pasar veintiún años en Santo Domingo. En España continuó la reivindicación de su marido, ya en este caso tratando de defender los intereses de sus hijos. Asimismo, gestionó el testamento de su marido, tratando de poner en práctica íntegramente su voluntad. Asimismo, trató de buscar una solución a la biblioteca de Hernando Colón, de más de 15.000 ejemplares, que éste había legado a su sobrino Luis Colón. Sin embargo, María de Toledo, ignorando lo dispuesto por su cuñado, depositó los libros en el monasterio sevillano de San Pablo, donde permanecieron hasta que en 1552 entraron en posesión del cabildo catedralicio donde parcialmente todavía permanecen. A María de Toledo se le ha afeado que infravalorase este conjunto de libros que era en aquel momento una de las mejores bibliotecas del mundo.

Catorce años después, en 1544 decidió regresar a la Ciudad Primada, llevando consigo los restos mortales de su suegro Cristóbal Colón y de su marido. Pretendía darles sepultura en la capilla mayor de la Catedral de Santo Domingo, siguiendo los deseos testamentarios de su marido. Se hace eco el autor de los aportes de Anunciada Colón de Carvajal y Guadalupe Chocano quienes defendieron que el traslado de los restos del Primer Almirante fue en esa fecha de 1544. Sin embargo, como reconoce el propio autor, ese traslado también se pudo haber producido en 1537 o en algún año inmediatamente posterior. A mi juicio, sigue habiendo dudas al respecto.

En la isla le esperaban sus hijos, Luis Colón, de 21 años, y Cristóbal de 20. El primero marcharía a España y el segundo permaneció en la isla, administrando el patrimonio familiar indiano. En Santo Domingo vivió hasta su fallecimiento en 1549, acompañada en todo momento por su hijo Cristóbal. Siete meses antes de su óbito, exactamente el 12 de octubre de 1548, redactó su testamento, ordenando su entierro en la capilla mayor de la Catedral Primada donde –decía- están sepultados los Almirantes mis señores.

           María de Toledo, vivió la vida que le correspondió, muy encorsetada por su linajuda familia. De hecho, se casó con la persona que su padre le eligió y cumplió con lo que se esperaba de ella, es decir, que desempeñase bien sus obligaciones como esposa y como madre. No protagonizó nunca ningún escándalo y llevó una vida discreta, de ahí que el siempre crítico padre Las Casas tuviera solo buenas palabras hacia ella: señora prudentísima y muy virtuosa, escribió en su Historia de las Indias.

           El libro atesora varios aspectos meritorios: primero, es la primera monografía escrita sobre María de Toledo. Segundo, está muy bien redactado, con una literatura sencilla y asequible hasta el punto que se lee casi como una novela histórica. Y tercero, está magníficamente documentado, pues ha analizado la bibliografía más específica sobre la familia Colón y sobre la isla Española. 

           En definitiva, creo que se trata de un buen libro, que sitúa como protagonista del mismo a una mujer, contribuyendo a dar visibilidad a este colectivo. Éstas estaban ahí aunque fuese en un velado segundo plano, pues, como reza el dicho popular, detrás de un gran hombre siempre hay una gran mujer. Por todo lo dicho, estas páginas son de lectura recomendada para cualquier persona interesada en la Historia del Nuevo Mundo y muy particularmente en el papel desarrollado por las mujeres.

 

ESTEBAN MIRA CABALLOS

LOS ECOS DE LA ARMADA

LOS ECOS DE LA ARMADA

SANZ CAMAÑES, Porfirio: Los ecos de la Armada. España, Inglaterra y la estabilidad del Norte (1585-1660). Madrid, Sílex, 2012, 443 págs. I.S.B.N.: 978-84-7737-570-8

        Las batallas de la Armada Invencible, Lepanto y Trafalgar han marcado la historia de España en los últimos cinco siglos. Este libro, del profesor Sanz Camañes, tras sintetizar los hechos de 1588, analiza con detalle las secuelas, “los ecos”, de aquella contienda sobre la política internacional hasta avanzado el siglo XVII.

        El conflicto anglo-español se remontaba a principios del siglo XVI, agudizándose a partir de 1560, cuando comenzó a implantarse en Inglaterra el anglicanismo. Las diferencias entre católicos y protestantes en la Europa del siglo XVI terminaron provocando un distanciamiento irreconciliable entre ambos países. Cada vez más, los corsarios ingleses -especialmente sir Francis Drake y John Hawkins- practicaban campañas de saqueo y rapiña en los puertos de la América Hispana, interfiriendo gravemente en el tráfico mercantil. Por eso, desde el tercer tercio del siglo XVI dominaba en la monarquía de los Habsburgo la idea de que era necesario frenar la política isabelina para salvaguardar la seguridad no solo de las flotas y puertos indianos sino de la propia España. Desde 1588 pasaron de la guerra encubierta al enfrentamiento abierto.

            El monarca Prudente juntó en Lisboa una armada de unas proporciones nunca vista, con la que pretendía dar un gran escarmiento a los británicos. El objetivo no era invadir Inglaterra, ni tan siquiera destruir la armada inglesa, sino simplemente asestar un golpe de fuerza que obligase a la reina Isabel a rectificar su política antiespañola. Pero las cosas no salieron según  lo esperado, la armada se vio obligada en el camino de regreso a bordear las islas Británicas, sufriendo todo tipo de penalidades. Un cúmulo de decisiones erróneas que, unido a la mala fortuna, dio al traste con el proyecto de Felipe II. Y aunque nunca fue derrotada por la escuadra inglesa, lo cierto es que lo que no hizo el enemigo se encargó de hacerlo la meteorología. Una serie de tormentas, desencadenadas los días seis, diecinueve y veintidós de septiembre terminaron por desaparejar la armada. No pocos navíos se vieron obligados a arribar a puertos escoceses e irlandeses, corriendo los tripulantes una suerte muy dispar. Algunos fueron acogidos por familias escocesas y regresaron meses después a España pero la mayoría de ellos fueron robados y asesinados, mientras el resto de las naves sufrían hambrunas por falta de víveres, frío y epidemias.

            En total, de los ciento treinta buques solo regresaron sesenta y seis y de los veintiocho mil hombres embarcados tan solo diez mil. La improvisación con la que fue pertrechada, las indecisiones del duque de Medina Sidonia, la incompetencia de Alejandro Farnesio y los desastres atmosféricos convirtieron a la Invencible en uno de los mayores dramas de la historia naval española. España perdió buena parte de su armada así como a muchos de los altos mandos, como Oquendo, Leiva o Moncada. Por cierto, Medina Sidonia, la máxima autoridad de la armada, no solo sobrevivió sino que el rey le mantuvo sus honores, probablemente porque entendió que no hubo cobardía ni defección, lo que sin duda le hubiese llevado al patíbulo.

        Sin embargo, como todos los hechos que pasan al imaginario colectivo, la contienda se ha estereotipado de manera interesada. Y es que como afirma el profesor Sanz Camañes, las repercusiones de la batalla se prolongan en el inconsciente colectivo hasta el mismísimo siglo XXI. Fue la propia Inglaterra la que bautizó torticeramente a la escuadra española como la “Invencible”. Y ello con el objetivo premeditado de ensalzar su propia gesta, asimilando a los ingleses con David y a los españoles con Goliat. Un país pequeño que con tesón y una mayor altura moral fue capaz de derrotar a la tiranía de un gigante. La Leyenda Negra antiespañola hizo el resto. Nada más conocerse la derrota de la armada española, Inglaterra se inundó de panfletos en los que se explicaba la victoria en términos religiosos y providencialistas. Los ingleses tomaban conciencia de su nacionalidad al tiempo que propagaban el inicio de su dominio de los mares y la decadencia del gigante hispano. Y es que, como muy bien afirma el profesor Sanz Camañes, España no solo fue derrotada en el mar sino que perdió también el combate por la propaganda. Inglaterra obtuvo un altísimo rédito de su victoria sobre la escuadra hispana. En cambio, en España apareció una amplia generación marcada por el derrotismo, de ahí que Francisco de Quevedo se lamentase de aquellos muros caídos de su patria.

        Ahora bien, como aclara el autor, la derrota de la Invencible no supuso ese punto de inflexión que la historiografía inglesa ha pregonado. De hecho, tras el envite, a sabiendas de la indefensión de España, la escuadra inglesa realizó una campaña de asaltos sobre puertos españoles que se prolongó hasta 1591 y que acabó en un sonoro fracaso. Y es que España mantuvo la primacía en los mares al menos durante todo el reinado de Felipe II. De hecho, tras el fiasco de 1588, Felipe II comenzó una política agresiva encaminada a consolidar los intereses geopolíticos del imperio. Lo primero que hizo fue reconstruir la flota, creando el servicio de Millones, que implicaba el reparto de los costes entre cada corregimiento, que pagaban en función al número de vecinos. Mucho antes del final de su reinado disponía de un número de navíos y un tonelaje similar al momento anterior a la derrota. Además, diseñó un proyecto de consolidación de la red de fortalezas de las colonias americanas para impedir o al menos frenar los ataques corsarios. Y finalmente, impulsó el corso hispano, practicado lo mismo desde los puertos del norte de España como desde Dunquerque, en Flandes. La monarquía hispana pagaba a los ingleses con su misma moneda.

        Y es que el rey Prudente tenía muy claro algo que, escribiría dos décadas después el conde de Gondomar, embajador español en Londres, que “el que es señor de la mar lo es también de la tierra”. Realmente, el poderío naval español no comenzó a declinar hasta la primera década del siglo XVII. E incluso después de esa fecha, casi hasta el final de la Guerra de los Treinta Años, mantuvo su dominio de los mares, merced a un sistema bastante eficiente de flotas y armadas.

        Sin duda alguna, la derrota de la Armada española, al mando de Antonio de Oquendo, en las Dunas (1639) sí que supuso un punto de inflexión en el dominio español de los mares. No en vano, de la derrota de la Invencible se recuperó pero de la de las Dunas nunca se recobraría totalmente. Las rebeliones internas así como los desastres terrestres y navales externos llevarían a la monarquía hispánica al borde del colapso. Ya en 1641, el embajador inglés en Madrid pudo decir  que “la grandeza de esta monarquía –la hispánica- apunta a su final”.

        La llegada de Jacobo I al trono Inglés y de Felipe III al español, así como el buen hacer del embajador español en Londres, el conde de Gondomar, permitió un amplio período de entendimiento entre las dos potencias. Como dice Porfirio Sanz, la gran habilidad diplomática de Gondomar aproximó más que nunca las posiciones hasta entonces irreconciliables de ambas naciones. El Tratado de Londres (1604) dejó atrás las irreconciliables relaciones del siglo XVI, dando paso a un período de tranquilidad entre ambos países. El principal beneficiario fue sin duda la monarquía hispánica que con la neutralidad inglesa recibía oxígeno, al tiempo que mantenía el control de la mayoría de sus rutas comerciales. Los irlandeses también tomaron oxígeno ante la tolerancia de Inglaterra con los católicos, así como los mercaderes ingleses a los que se les permitió volver a comerciar con los puertos del Imperio Habsburgo. Veintiséis años después, en 1630, se firmaría entre ambos países el Tratado de Madrid, en el que se relanzaba el acuerdo de paz de 1604. Y pese a las discordias en tiempos de Oliver Cromwell, de nuevo en las paces de 1660 se reanudaría la concordia, aunque jamás se recuperarían las plazas de Dunquerque o Jamaica.

        Estamos ante una obra excepcionalmente documentada, que desmonta con argumentos y datos concretos los mitos difundidos desde el mismo siglo XVI por la historiografía inglesa. Solo se le pueden objetar algunas cuestiones menores de poca importancia. Por ejemplo, en la pág. 151 se habla de la flota del Perú, nombre inapropiado porque no existía como tal, más allá de los Galeones de Tierra Firme, a los que probablemente se refiere el autor y en cuyo cometido estaba el transporte de la plata peruana. En relación a la bibliografía, aunque el libro se publicó en 2013, la mayoría de las referencias son anteriores a 2006, siendo apenas tres o cuatro las referencias posteriores a esta fecha. Da la impresión que el texto original se escribió años antes y que el autor se limitó a incorporar en los años posteriores alguna lectura esporádica. Para acabar solo resta destacar el valor de esta obra que, a mi juicio, es imprescindible para valorar objetivamente la casi legendaria batalla de la Invencible y sus consecuencias.

 

ESTEBAN MIRA CABALLOS