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LA PATRIA DEL CRIOLLO

LA PATRIA DEL CRIOLLO

MARTÍNEZ PELÁEZ, Severo: La patria del criollo. Ensayo de interpretación de la realidad colonial guatemalteca. México, Fondo de Cultura Económica, 1998, 543 págs. I.S.B.N.: 968-16-5160-X

           Esta obra fue editada por la Universidad de San Carlos de Guatemala en 1970 y reeditada en México en 1998, poco después del fallecimiento del autor. Lo que quiero decir con ello es que, aunque yo lo haya leído y conocido ahora, estamos ante un trabajo clásico que se acerca al medio siglo de vida.

           Se trata de un trabajo ambicioso y denso, con más de medio millar de páginas apretadas, en el que se analiza la sociedad guatemalteca desde la formación de la colonia hasta el siglo XX. Es mucho más que un estudio del criollismo, aunque le dedique a éste una especial atención. En cuanto a las fuentes, aunque utiliza una gran variedad, gran parte de la información procede del análisis detallado de la obra “Recordación florida” del cronista guatemalteco del seiscientos Francisco Antonio de Fuentes y Guzmán. Un criollo que escribe a favor y en defensa de su clase, pero que aporta datos esenciales para el conocimiento de la sociedad colonial guatemalteca.

           Tras la conquista, la sociedad quedó configurada claramente en vencedores y vencidos. Los primeros eran los blancos y los segundos los indios; sin embargo esta simple estructura social se fue haciendo progresivamente más compleja con el paso de los años. Entre los blancos se fueron configurando dos clases sociales con intereses opuestos: los españoles peninsulares, y los criollos, descendientes de los primeros conquistadores y pobladores. Además aparecieron otros grupos sociales, como las clases medias urbanas, los esclavos negros y las castas, mestizos, mulatos y zambos, con circunstancias sociales e intereses muy variados.

           La Corona recompensó los esfuerzos de sus conquistadores, otorgándoles mercedes, es decir, tierras y encomiendas. Esta última constituyó en la praxis una forma encubierta de esclavitud, pues permitió a los encomenderos apropiarse de la fuerza productiva de los indios. Todos los indios en edades comprendidas entre los 16 y los 60 años debían prestar servicio a cambio de un real diario que, además de ser una cantidad ínfima, ni siquiera se le abonaba en la práctica. Pero estas concesiones fue un sistema hábil que le permitió a la monarquía ganar un imperio sin apenas ocasionarle gastos. Sin embargo, no tardó en aparecer la contradicción del sistema, es decir, los intereses contrapuestos entre los primeros pobladores y sus descendientes –criollos- y los peninsulares –llamados gachupines- que defendían los intereses de la Corona. Ese enfrentamiento se fue haciendo progresivamente más agrio y a largo plazo terminó desembocando en la Independencia. La clase criolla se autoafirmó justificando primero el sometimiento de los vencidos en su propio beneficio y en su defensa frente a los peninsulares que pretendían limitarles y recortarles su poder. Ellos se convirtieron en los verdaderos explotadores de la población indígena, mientras que los administradores llegados desde España adoptaron el papel, también interesado, de defensores de los indígenas. La pugna entre españoles peninsulares y españoles americanos, apareció poco después de la primera conquista. En toda la América Colonial hubo una virulenta enemistad que en algunos casos extremos, como el Perú, llegó a provocar una guerra civil. Los criollos admiraban a los conquistadores y su hazaña, pues era una forma de reivindicar sus merecimientos y derechos, frente a los peninsulares a los que veían como advenedizos. En cambio, estos últimos defendían los intereses reales y por tanto, tendían a proteger a los vasallos y tributarios del rey, es decir, a los indios. Además, su altivez y engreimiento provocaba la ira de los criollos, que se sentían discriminados socialmente y políticamente, pues no podían acceder a los altos cargos de la administración colonial.

Para los criollos un indio era un trabajador al que explotar en su propio beneficio, mientras que para los peninsulares eran tributarios del rey a los que había que preservar. En ese sentido fueron expedidas las Leyes Nuevas de 1542, pues pretendió sin éxito sacar a los indios de las manos de los conquistadores y convertirlos en tributarios de la Corona. En Guatemala fue el presidente de la audiencia, Alonso López de Cerrato, el encargado de aplicar las leyes de 1542, algo que hizo con eficiencia, pese a la indignación de los criollos. Pero digo que a la postre no hubo éxito porque los criollos se las apañaron para perpetuar las encomiendas y para obtener mano de obra gratuita para sus haciendas. Al final se prorrogaron las encomiendas para los descendientes hasta en cuarta y en quinta generación, y se disimularon los excesos a cambio de contribuciones extraordinarias la Corona. Los encomenderos compraron tierras, alrededor de sus encomiendas para usar a los nativos en ellas. El negocio era redondo, mano de obra gratis para sus haciendas, por lo que los criollos se convirtieron en una clase explotadora y parasitaria, pues vivía sin trabajar. Por eso, afirma con razón el Prof. Severo Martínez que la patria del criollo no era en absoluto la patria del indio.

           La nación india fue siempre vapuleada, sometida, esclavizada y pauperizada, primero por los conquistadores y luego por los criollos. Fueron reducidos a pueblos, después de 1542, para favorecer su protección frente a los encomenderos. Ellos, acostumbrados a una forma de vida más dispersa, no lo vieron con buenos ojos pero lo prefirieron a seguir en la esclavitud al lado de los criollos. En general, los indios rehusaban trabajar a cambio de nada y tendían a escaparse a los montes fuera del alcance de sus dominadores. Por eso, los cronistas criollos hablan de la holgazanería de aquellos, que no era tal, sino una mera resistencia legítima a la esclavitud. Ellos veían que su esfuerzo era en balde, por eso mostraban el desgano por el trabajo, siendo preciso obligarlos con amenazas y azotes. Existía la necesidad de someterlos mediante el terror y el castigo permanente para evitar que levantasen la cabeza. Unos castigos que podían recibir tanto de la élite o de sus corregidores como de los propios caciques que colaboraban con los blancos en su sistema de explotación.

También los esclavos negros, formaban otro grupo social dominado, en una situación casi tan mala como la de los indios. A diferencia de otras zonas americanas, como las Grandes Antillas, los esclavos de color nunca fueron un grupo numeroso ya que el grueso del trabajo en las haciendas recayó sobre el trabajo servil de los indios y mestizos.

           Entre la minoría dominante –peninsular y criolla- y la mayoría oprimida – indios y esclavos africanos- surgieron un amplio conglomerado social de capas medias o media alta, como los artesanos, los mestizos o los grupos medios urbanos y rurales. Los intereses de estos grupos no coincidían ni con los de los criollos ni con los de los peninsulares. De hecho, en el siglo XIX trataron de hacer su revolución de independencia propia, como la encabezada por el cura mestizo José María Morelos. Sin embargo, estos intentos independentistas fueron contrarrestados por la represión de los propios criollos que querían hacer una independencia a su medida. Y lo lograron, de forma que este grupo social se consiguió perpetuar en el poder hasta nuestros días.

           Sorprende la ecuanimidad del autor, cuando culpa de buena parte de los males de su país a la perpetuación de las estructuras coloniales por parte de la élite local. El culpable de la situación actual –afirma- no es España ni los españoles sino la élite guatemalteca que ha perpetuado sus intereses de clase y sigue tratando a los indios y a las castas como sus subordinados. La revolución de las estructuras coloniales no se ha producido aún y la mayoría social está sometida a la élite terrateniente dominante. La Independencia la hicieron los criollos no para acabar con la estructura social colonial sino al contrario, para perpetuarla y beneficiarse de ella sin tener que rendir cuentas a las autoridades españolas. La Ley de la Vagancia, aprobada en 1934, que permitía condenar a trabajos forzados a aquellos indígenas que no hubiesen cumplido cien jornales al año en las fincas de los terratenientes supuso la culminación de la explotación servil de la población indígena.

Asimismo, defiende que lo indio es una creación del periodo colonial. Por ello, es absurdo tratar de preservarlos en su atraso primigenio como si fuesen piezas de museo o especímenes para el trabajo antropológico. Deben evolucionar y sumarse a la sociedad del bienestar; su redención debe venir de la mano de la lucha obrera, que no distingue entre etnias sino entre explotadores y explotados. Una opinión discutible pero en cualquier caso valiente, pues defiende el indigenismo frente al indianismo, al tiempo que señala como culpables a la propia élite guatemalteca.

           Para finalizar, decir que se trata de un trabajo de referencia para el estudio del pasado y del presente de América Latina y, en particular, de Guatemala. Una obra muy bien razonada que destapa las mentiras de la historiografía oficial guatemalteca que ha tratado de buscar culpables externos cuando, en realidad, los tenía mucho más cerca, dentro de sus propias fronteras nacionales.

 

ESTEBAN MIRA CABALLOS

LAS REDUCCIONES JESUÍTICAS DEL PARAGUAY

LAS REDUCCIONES JESUÍTICAS DEL PARAGUAY

DÍAZ RISCO, Juan: Las reducciones jesuíticas del Paraguay. Madrid, Éride Ediciones, 2014, 706 págs. I.S.B.N.: 978-84-16085-95-8

           El autor se declara autodidacta, un apasionado por la historia, que ha dedicado varios años de su vida a estudiar las reducciones del Paraguay, accediendo a los fondos documentales del Archivo jesuítico de Alcalá de Henares. Y su falta de formación académica se nota sobre todo en la forma heterodoxa de construir su relato: insertando en el mismo cuerpo del texto documentos que ilustran sus afirmaciones. Pero esta fórmula, tan poco usada en los medios universitarios donde preferimos los apéndices documentales y el abigarramiento de las notas a pie de página, lejos de ser una rémora, le proporciona una gran viveza a su relato. De hecho, consigue sumergir al lector en el fabuloso mundo de las reducciones guaraníes. Asimismo, dichos textos transmiten la sensación de que el autor sabe de lo que habla y que cada una de sus afirmaciones está perfectamente documentada. Y dado que va glosando los textos, uno puede saltarse perfectamente la lectura de los que crea prescindibles sin perder el hilo de la narración.

           El libro comienza con una introducción que arranca desde el Descubrimiento de América, mencionando el testamento de Isabel “La Católica” y la legislación posterior protectora del amerindio. Las Leyes de Burgos de 1512 y sobre todo las Leyes Nuevas de 1542 regularon el trabajo del nativo, tratando de impedir su esclavitud. Omite en dicha introducción los antecedentes reduccionistas, llevados a cabo en las Antillas Mayores, en Nueva España y en Perú. De especial importancia fueron las pioneras reducciones llevadas a cabo por los frailes Jerónimos, a partir de 1518, en la Española y de las que no se dice ni media palabra.

Las reducciones a pueblos tuvieron dos motivaciones distintas: una, la protección de los aborígenes del pernicioso contacto con los hispanos. Esta fue la idea que inspiró los experimentos antillanos, los proyectos de Vasco de Quiroga, del padre Las Casas y del Obispo Marroquín, así como las reducciones jesuíticas. Y otra, la de controlar laboralmente a una población que vivía excesivamente dispersa. A esta segunda motivación respondieron muy claramente las reducciones planteadas, por ejemplo, por el virrey Francisco de Toledo en el Perú. En la segunda mitad del siglo XVI muchos religiosos, como fray Gerónimo de Mendieta, denunciaron claramente las reducciones, alegando que servían para que explotar más intensivamente a los indios y de paso, para apropiarse de las tierras abandonadas que estos abandonaban. Pero, en uno u otro caso, las reducciones tuvieron unas consecuencias fatales para los amerindios. Provocaron la ruptura definitiva de sus estructuras prehispánicas así como de sus nichos ecológicos, desarraigándolos de la tierra y acentuando la virulencia de las epidemias. En líneas generales, las reducciones indígenas, pese a que en muchos casos, se llevaron a cabo de manera bienintencionada, provocaron más perjuicios que beneficios, sobre todo en lo relacionado con la difusión de las enfermedades.

El caso de las reducciones de guaraníes practicadas por los jesuitas en los siglos XVII y XVIII es singular porque afectaban a pueblos nómadas o seminómadas que fueron sedentarizados. El objetivo no era su aprovechamiento interesado de la mano de obra, como en otros lugares de América, sino preservarlos de las mortíferas encomiendas y de la perniciosa influencia de los españoles, y evangelizarlos. Visto desde hoy se puede considerar una práctica etnocida pues se trataba de que renunciasen a su forma de vida y a su cosmovisión para que adoptasen las costumbres y la forma de vida europea. Pero el fin era noble pues, como ya hemos dicho, su obsesión era protegerlos y evangelizarlos. Los religiosos estuvieron guiados por un amor al indígena, convirtiendo sus misiones en verdaderos refugios y en escuelas de cultura, civilización y religiosidad.

Todo empezó en 1607 cuando el gobernador de Paraguay, Hernandarias de Saavedra, auspició la creación de las misiones jesuitas, obteniendo un permiso regio. El 29 de diciembre de 1609 el padre Marciel de Lorenzana fundaba la primera misión, la de San Ignacio Guazú. Después vendrían otras fundaciones, como las de Nuestra Señora de Loreto, San Ignacio Miní, Santo Tomé o la Concepción. Poco antes de la expulsión, en 1768, los pueblos administrados por los jesuitas eran un total de treinta y dos.

En estos pueblos, los seguidores de San Ignacio de Loyola, crearon un sistema político, económico y social pionero. Una forma de autogobierno y autoadministración indígena, formado por comunas libres de trabajadores. Los integrantes de las reducciones fueron eximidos de la encomienda, evitando los servicios personales a los españoles en condiciones de semiesclavitud que padecían otros naturales. Cada familia tenía su chacra o parcela privada, pero la producción se guardaba en graneros para su uso colectivo. No había diferenciación social, ni discriminación sexista. Las mujeres que quedaban solas, se les permitía ingresar en una “casa de viudas” que había en cada pueblo, en la que practicaban trabajos artesanales y eran sostenidas por la comunidad. Los religiosos educaban a los niños desde pequeños, tratando de desarrollar la habilidad que cada uno tenía. Unos se convertían en artesanos, otros en agricultores, ganaderos, músicos, artistas o escribanos. Llama la atención la variedad de productos que se fabricaban en las misiones, algunos de los cuales requieren un alto grado de especialización, como la producción de objetos de acero o la fundición de campanas. Los excedentes se exportaban a través de pequeños navíos y canoas que ellos mismos fabricaban.

Los jesuitas usaron el arte y la música para acercar a las personas a Dios. Las construcciones de iglesias en las misiones fueron llevadas a cabo por jesuitas y por albañiles y canteros guaraníes, y los restos que se conservan son ejemplo de la grandeza que alcanzaron. En cuanto a la música, tuvieron un especial talento, tocando una gran variedad de instrumentos, especialmente la flauta de caña y el arpa

Desgraciadamente, este mundo casi ideal, este oasis de paz y de buena convivencia se convirtió pronto en el punto de mira de las ambiciones de españoles y portugueses. Los bandeirantes paulistas formaron verdaderos ejércitos que atacaban las misiones para reclutar mano de obra barata para las plantaciones brasileñas. Los jesuitas armaron a los guaraníes para defenderse de estos asaltantes, y tuvieron éxito, sobre todo en la famosa batalla de Mbororé en 1641 o en las campañas de 1725 y 1735. Sin embargo, en 1750, el Tratado de límites de Madrid, dejó la zona en manos de los portugueses, y el acoso de los paulistas no tuvo ya ningún tipo de cortapisas. El experimento tocaría a su fin con el decreto de expulsión de los jesuitas de 1768. Después de la salida de los sesenta y ocho jesuitas que administraban las treinta y dos misiones, la mayoría fueron abandonadas y los naturales volvieron a la selva. Las que sobrevivieron permanecieron en manos de franciscanos o de administradores laicos pero a la postre terminaron también destruidas. Y ello por los abusos de los hacendados y los continuos asaltos de criollos españoles y portugueses que robaban sus ganados, su grano y sus plantaciones de yerba mate. Las últimas misiones desaparecieron en el siglo XIX por orden directa de los nuevos gobiernos independientes, como el de José Gaspar de Francia o Carlos Antonio López. Acababa así un proyecto pionero, humanitario y a la vez revolucionario en el que tomaron parte entre 1608 y 1768 unos mil quinientos jesuitas.

           Las reducciones del Paraguay fueron ensalzadas ya por ilustrados como Voltaire, quien escribió que encarnaban “el triunfo de la humanidad”. Y es que, independientemente de que se pueda criticar el carácter etnocida de este proyecto aculturador, habrá que reconocer la grandiosidad de una empresa que consideró a los guaraníes como seres humanos, con el mismo trato y consideración que los europeos. Eso fue todo un hito, teniendo en cuenta que las poblaciones indígenas todavía son discriminadas en gran parte de América, en pleno siglo XXI. Realmente, para mí representa una luz en la alargada sombra de la historia. Pequeñas luces de humanidad que quedaron en el camino porque la ambición de los poderosos no puede permitir este tipo de utopías que, de generalizarse, mermarían su poder. Pero el éxito durante más de un siglo de estas misiones comunales demuestra que son posibles otras formas de organización alternativas, libres de la competencia, del consumismo, de la avaricia, de la ambición y de la sinrazón que padecemos en el mundo actual.

           Finalmente, solo me resta dar la enhorabuena al autor por esta monumental obra, que es desde ya de referencia obligada para todo aquel que desee adentrarse en este apasionante mundo de las reducciones jesuíticas del Paraguay. Su lectura me ha deleitado y además me ha recordado que existen pequeñas luces en el pasado sobre las que debemos poner el acento para tratar de construir un presente y un futuro más justo.



ESTEBAN MIRA CABALLOS

HERNÁN CORTÉS. EL GRAN AVENTURERO QUE CAMBIO EL DESTINO DEL MÉXICO AZTECA

HERNÁN CORTÉS. EL GRAN AVENTURERO QUE CAMBIO EL DESTINO DEL MÉXICO AZTECA

LEE MARKS, Richard: Hernán Cortés. El gran aventurero que cambió el destino del México azteca. Barcelona, Vergara, 2005, 327 págs. I.S.B.N.: 88-666-2095-8

           El norteamericano Richard Leer es autor de varias novelas, ensayos, e incluso, una obra de teatro. No es especialista en la conquista, ni tan siquiera en Hernán Cortés, aunque vivió un tiempo en México y en España y en esos dos mundos nació su interés por la figura del metellinense.

           El libro está magníficamente redactado y se lee del tirón, haciéndose progresivamente más interesante. A través de las crónicas y del conocimiento del terreno el autor conoce mejor la etapa mexicana del conquistador que la española. Relativiza la crueldad de Cortés, alegando sus intentos reiterados para alcanzar un acuerdo con Moctezuma II, para evitar la guerra y convertirlo en vasallo y tributario de la Corona de Castilla. La narración se desenvuelve como si de una novela histórica se tratase, percibiéndose la vitalidad desbordante y el apasionamiento de Hernán Cortés, a un mismo tiempo comprensivo o cruel, según aconsejasen las circunstancias. Al principio del libro incluye tres mapas, los únicos que aparecen en toda la obra, cuya autora es Claudia Carlson y que tienen un valor extraordinario. Señala con una gran claridad la ruta seguida por las huestes desde Veracruz a Tenochtitlán. Destaca asimismo, el carácter prolífico y mujeriego del metellinense a quien califica de “auténtico semental”. En otro de los mapas representa con detalle la zona lacustre de Tenochtitlán, con las calzadas, y los tres lagos el Texcoco, el Xochimilco y el Chalco.

           A lo largo de las páginas del libro se aprecia la dureza de la conquista, donde tuvieron que derrotar militarmente incluso a los que, solo después de probar los aceros toledanos, aceptaron la alianza con los hispanos. Los mexicas ofrecieron una gran resistencia pese a la parálisis inicial del tlatoani Moctezuma II que pensaba que era el dios Quetzalcóatl y sus hombres que regresaban para acabar con su mundo y establecer una nueva era. Afirma lúcidamente el autor que fue una suerte que no usaran flechas envenenadas y que no lo hacían para evitar contaminar la carne de unos prisioneros que constituían su despensa proteínica.

           En Cholula protagonizaron una gran matanza aunque no hicieron otra cosa que adelantarse a una encerrona en donde pretendían apresarlos para luego enviarlos a Tenochtitlán para ser sacrificados en presencia de Moctezuma. Bien es cierto que ya era suficiente falta de respeto que las huestes llegasen a la ciudad sagrada del valle de México y lo primero que hiciesen fuera pedirles que renunciasen a sus creencias y abandonasen a sus dioses. En esta ciudad dice el autor que murieron entre seis mil y diez mil personas aunque lo más probable es que los fallecidos estuviesen en torno a los tres millares.

           Trepidante es la narración de la subida al cráter del volcán Popocatépetl, que entró en erupción poco después. Éste se encontraba a 6.000 metros de altura y los expedicionarios estuvieron capitaneados por Diego de Ordaz, a quien el emperador le otorgó el derecho de incluir un volcán humeante en su escudo heráldico.

            Los españoles consiguieron entrar en la capital sin disparar ni un solo tiro, siendo hospedados por el tlatoani en el palacio de su padre. Estos quedaron impresionados por la ciudad, especialmente por el mercado de Tlatelolco, frecuentado por sesenta mil personas, entre mercaderes y compradores. La llegada de Narváez a San Juan de Ulúa lo cambió todo, obligando a Cortés a salir de la ciudad y dirigirse a su encuentro. Cuando regresó la ciudad estaba ya en pie de guerra contra los hispanos que tuvieron que salir huyendo en la Noche Triste, donde perecieron más de la mitad de sus efectivos. Eso sí, en la batalla final, la de Otumba, pocos días después, consiguieron derrotar a los mexicas, tras matar a su general, que iba en unas andas, la tropa salió en estampida. Luego comenzaría el cerco de Tenochtitlán, que duró setenta y cinco días, y cayó un 13 de agosto de 1521, festividad de San Hipólito.

Ahora bien, sí que hay que señalar algunos errores de bulto que comete su autor, de más grueso calibre cuando se refiere a las etapas vividas por el conquistador en la Península Ibérica. Citaré algunos de los más llamativos: Afirma que en la Edad Media las España tenía muchos reinos como “Aragón, León, Asturias, Cataluña, Valencia, Zaragoza, Castilla, Toledo y otros” –p. 21-, ignorando que muchos de ellos nunca fueron reinos independientes. Poco más adelante afirma que “cuando nació Hernán Cortés su nombre se inscribió en el libro de bautismo de la iglesia de Medellín”, desconociendo de nuevo que en esa fecha no se registraban todavía los nombres en los libros de bautismo y que en la villa había cuatro parroquias no una como insinúa el autor. Asimismo, hace a los Alvarado de Lobán –por Lobón- cuando hoy sabemos que eran en realidad de Badajoz –p. 51-. Por otro lado acepta clichés cuando dice que Cortés era muy bromista algo que es “un rasgo y un talento español”. Asimismo, afirma que Cortés zarpó de Sevilla con destino a Nueva España a mediados de 1531 cuando hay documentación en el Archivo Histórico Provincial de Sevilla que demuestra que ese hecho se produjo más de un año antes, concretamente en marzo de 1530. Para finalizar, omite algunas crónicas a mi juicio imprescindibles, como las de Fernández de Oviedo o Pedro Mártir de Anglería, y biografías clave como la de José Luis Martínez, que ya estaban editada años antes de que el autor publicase su obra.

            En general, la obra merece la pena, hay algunas valoraciones muy acertadas y una visión bastante equilibrada del conquistador. Asimismo, el autor posee una pluma ágil que permite una lectura fluida y atractiva.

 

 

ESTEBAN MIRA CABALLOS

HERNÁN CORTÉS: LOS PASOS BORRADOS

HERNÁN CORTÉS: LOS PASOS BORRADOS

COARASA, Ricardo: “Hernán Cortés. Los pasos borrados”. Madrid, Espejo de Tinta, 2007, ISBN: 978-84-96280-99-1, 221 págs.

 

            La lectura de este libro no me ha decepcionado, precisamente porque no aspira a ser lo que no es; no se trata de una biografía de Hernán Cortés, sino de un relato minucioso del viaje que el autor hizo a México, en compañía de su esposa, buscando especialmente los lugares cortesianos. El autor aprovecha la visita de cada ciudad o monumento para recrear históricamente los hechos protagonizados por el conquistador y sus huestes.

          El subtítulo de la obra tampoco es azaroso, “los pasos borrados”, porque refleja bien, una idea que resalta el autor una y otra vez, que la huella de Cortés está escondida, camuflada, por lo que hay que ir preguntando e indagando para encontrarla. Ni una sola estatua en México D.F.,  ni una sola placa conmemorativa, y para colmo sus restos casi ocultos en un solitario rincón de la capilla del antiguo hospital de Jesús Nazareno fundado por él mismo. Los mexicanos aún no se han reconciliado con su pasado, no han asumido que son una nación mestiza fruto de la irrupción de los hispanos y de su mezcla racial y cultural con los distintos pueblos que poblaban Nueva España. Y precisamente, un escritor mexicano lo ha expresado mejor que nadie cuando en su biografía sobre el conquistador le colocó el subtítulo del inventor de México.

          Empieza su recorrido por México, D.F. visitando la Catedral, la Plaza de las Tres Culturas –antiguo mercado de Tlatelolco-, el santuario de Guadalupe y el hospital de Jesús, donde se encuentra enterrado el conquistador. El autor llama la atención sobre este sobrio mausoleo, empotrado en la nave central de la capilla hospitalaria, en el número 82 de la avenida 20 de Noviembre, en el Zócalo del Distrito Federal. No tiene más inscripción que el escudo de armas del marqués del Valle de Oaxaca y la aséptica inscripción “Hernán Cortés, 1485-1547”. Señala el autor que todos los forjadores de la patria mexicana tienen su sitio, sus estatuas, sus plazas o sus placas conmemorativas, incluido el general Santa Anna que perdió 2,4 millones de km2 a costa de los yanquis, excepto Hernán Cortés. El santuario de Guadalupe se ubica donde se apareció la Virgen a Juan Diego, otra víctima del malinchismo, según Ricardo Coarasa, porque de alguna forma se le sitúa entre los traidores, al colaborar con los extranjeros. Por cierto, menciona la visita a Culiacán, zona donde residió Cortés y que hoy está integrada en la propia capital federal.

          Pero la obra no se limita solo a narrar los sitios cortesianos, también se alude a otros aspectos festivos, gastronómicos o folclóricos. Menciona la costumbre de los vendedores ambulantes de ofrecerte un trago de pulque o tequila, al tiempo que tratan de vender sus botellas. El pulque es una bebida de origen prehispánico, que se obtiene de la fermentación del jugo de maguey. A diferencia del tequila, tiene una graduación muy baja, similar a la cerveza. También señala el gusto de los mexicanos por las parrilladas de insectos, algo también tradicional, pues los mexicas tenían fama de comerse todo lo que se moviese. También refiere la presencia a veces pesada de mariachis o de danzantes con taparrabos que tratan de reproducir, con escaso mérito, las supuestas danzas de los mexicas a sus antiguas divinidades. 

          La visita a Teotihuacán, impresionó al autor por las dimensiones de la pirámide que evidencia la gran civilización que en su día albergó. Tlaxcala, la ciudad aliada de Cortés fue otra de las paradas obligadas, así como las ciudades de Xalapa y la Antigua Villa Rica de Veracruz, la primera fundación en Nueva España. También visitó Cholula, aquella villa ceremonial en la que el metellinense protagonizó la brutal matanza de caciques. Afirma Coarasa, que actualmente está poblada de iglesias y capillas católicas, lo que la sitúa como el paradigma de la mutación cultural, religiosa y social que sufrió el mundo mexica tras la llegada de los españoles. Y cómo no, estuvo en Cuernavaca, donde Cortés ubicó su residencia de manera definitiva, aunque solo vivió en él unos cinco años, a diferencia de su segunda esposa Juana de Arellano y Zúñiga que permaneció allí casi dos décadas. La ciudad de Taxco, a 160 km de la capital, aunque no estuvo vinculada a Cortés, muestra palacios y templos barrocos muy suntuosos, acordes con su apogeo como centro minero en los siglos XVII y XVIII. Tampoco faltaron visitas a zonas arqueológicas como Cacaxtla, Tajín, Cempoala o visitas a zonas naturales como la laguna de Catemaco.

          El libro ofrece muchos más detalles de los sitios cortesianos y de la idiosincrasia de los mexicanos. Se trata de un buen relato, cuya lectura recomiendo para aquellos que tengan pensado visitar México, y en particular, las ciudades, villas y lugares por donde anduvo el metellinense. Asimismo, las valoraciones y juicios del autor son sorprendentemente comedidos, alejados tanto de la habitual leyenda negra como de la rosa.

 

 

ESTEBAN MIRA CABALLOS

FRANCISCO PIZARRO. EL SÍMBOLO SECRETO

FRANCISCO PIZARRO. EL SÍMBOLO SECRETO

LUDEÑA RESTAURE, Hugo: Francisco Pizarro, el símbolo secreto. Un estudio sobre su origen y significado. Lima, Editorial Universitaria, 2014. 214 págs.

 

        Acaba de caer en mis manos este pequeño librito del profesor peruano Hugo Ludeña. Una bonita edición, muy cuidada, con fotografías a color y un texto muy bien redactado y de ágil lectura. El autor, que es doctor en arqueología y profesor en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos de Lima, lleva décadas investigando la cuestión de los restos del conquistador trujillano Francisco Pizarro. En esta ocasión cree haber descubierto el secreto mejor guardado del conquistador extremeño. Como es sabido, cuando en 1977 se exhumaron sus restos, apareció un osario en cuyo interior estaban los huesos por un lado y, en una caja de plomo, su cabeza. En su tapa superior aparecía esgrafiada una roseta de seis pétalos y la inscripción: “Aquí está la cabeza del señor marqués don Francisco Pizarro que descubrió y gano los reinos del Perú y puso en la real corona de Castilla”.

        En un primer momento, interpretó que la figura esgrafiada era meramente decorativa. Pero con posterioridad ha podido averiguar que dicho motivo fue usado de manera prolija por los judíos y que su presencia en la caja demuestra que el trujillano tenía alguna ascendencia hebrea. Sobre dicha idea fundamenta todo su estudio, apoyado además en un hecho tan circunstancia como su buena relación con otros personajes de ascendencia hebraica como Diego de Almagro, Gaspar de Espinosa o el propio Pedrarias Dávila, gobernador de Castilla del Oro.

         Sin embargo, con todo mi respeto hacia el autor, me parece que su tesis es poco consistente. Cabría plantearle varias objeciones, a saber: primero, la roseta de seis pétalos estaba muy difundida desde la antigüedad, no solo entre los judíos. Se trataba de un tipo de decoración vegetal -y geométrica, pues se realizaba a compás- que usaron ampliamente diversos pueblos prerromános, romanos, visigodos y musulmanes. Rosetas de seis pétalos encontramos por doquier en muchos dinteles y jambas visigodas. Es decir, no hacía falta ser judío para esgrafiarla.

Segundo, desconocemos quién, cuándo, ni con qué objetivo fue esgrafiada. Alguien lo hizo con posterioridad a su muerte, pero pudo ser porque creyese –con fundamento o no- en un origen hebraico del difunto, o simplemente porque le pareció oportuno completar el exterior de la caja con ese motivo vegetal.

Y tercero, que dicha prueba por si sola es insuficiente no solo para verificar el origen judaico del conquistador del Perú, aunque bien se puede plantear como hipótesis.

        En definitiva, estamos ante un libro curioso, entretenido, muy bien escrito y bastante documentado, aunque no podamos suscribir, al menos de momento, sin la existencia de otras pruebas, su tesis fundamental, es decir, los orígenes hebraicos de alguna rama de su ascendencia familiar.

 

 

ESTEBAN MIRA CABALLOS

HISTORIA DE LA TRATA DE NEGROS

HISTORIA DE LA TRATA DE NEGROS

MANNIX, Daniel P. y M. COWLEY: Historia de la trata de negros. Madrid, Alianza Editorial, 1968, 283 págs.

 

        Hace la friolera de cuarenta y siete años que se editó esta obra en castellano, los mismos que ha tardado en caer en mis manos. Diego Parra, bibliotecario del Centro Cultural Santa Ana de Almendralejo, me advirtió hace unos días de la incorporación de un ejemplar a los fondos de la biblioteca, seguramente por donación fruto del descarte de alguna biblioteca pública. En cualquier caso no he sido el único despistado, pues he consultado obras clásicas del tráfico de esclavos como las de Hugh Thomas, Willian D. Phillips y Herbert S. Klein y tampoco la citan entre sus fuentes.

        La obra de Mannix y Cowley es un estudio de la trata de esclavos negros con destino a los mercados americanos desde la época del Descubrimiento. Me ha sorprendido la cantidad y la calidad de la información que manejan los autores, pese a que aún no habían aparecido estudios detallados sobre los asientos de esclavos y sobre la cuantificación del tráfico. Hay aspectos que lo analizan con mayor minuciosidad que otras obras más recientes. En particular dedican un capítulo a explicar las flotas esclavistas inglesas, con sede en Londres –a través del río Támesis-, Bristol y Liverpool. Y en dichas páginas se evidencia que la fortuna obtenida con el tráfico de seres humanos fue la base del desarrollo manufacturero y comercial de Inglaterra. Las demandas de bienes para el abasto de estas flotas, fueron un factor decisivo para el desarrollo económico no solo de estos puertos sino también de condados como Lancashire y Yorkshire y de otros del interior del país donde se fabricaban las manufacturas.

        La tripulación de estos barcos negreros estaba formada por lo peor de la sociedad inglesa. Aunque en general la navegación en la Edad Moderna era peligrosa, cuando se trataba de traficantes de esclavos, los riesgos se multiplicaban por dos o por tres. La travesía era verdaderamente comprometida, siendo atacados durante el trayecto por todo tipo de bandidos, al tiempo que ellos se reconvertían fácilmente en piratas o corsarios cada vez que las circunstancias lo aconsejaban. La frontera que separa el comercio lícito de esclavos con el bandidaje era extremadamente sutil.

        El tráfico de seres humanos en condiciones infrahumanas endurecía el corazón del más benevolente de los capitanes. Este inframundo conseguía que aflorara en las tripulaciones los peores instintos. El capitán tenía solo dos objetivos: sobrevivir y obtener los máximos beneficios; y si ello implicaba la muerte de aherrojados o de su propia chusma de subordinados no había ningún problema. Y si no disfrutaban más con el sufrimiento de estos esclavos era porque la pérdida de sus vidas podían suponerle un quebranto económico y la posibilidad de no cumplir con las expectativas de lucro. Era el único freno. Aún así, la mortalidad de esclavos en el trayecto desde las costas africanas a los mercados americanos se podía situar fácilmente entre el 15 y el 30 por ciento del total de embarcados. Ya lo tenían previsto por lo que embarcaban un tercio más de esclavos que el número de licencias de las que disponían, anticipándose a dicha mortalidad.

        El último capítulo lo dedican íntegramente al análisis de la abolición de la esclavitud en el mundo anglosajón que quedó prohibida en el tercer cuarto del siglo XIX. Por cierto que España, aunque en territorio peninsular la abolió en 1837, la mantuvo en Puerto Rico hasta 1873 y en Cuba nada menos que hasta 1880. Finalmente, la O.N.U. la abolió en teoría en todo el orbe el 2 de diciembre de 1949 –resolución 319 (IV)-, sin embargo, en pleno siglo XXI sigue siendo todavía una lacra, pues se sigue padeciendo en diversas latitudes de nuestro planeta.

 

 

ESTEBAN MIRA CABALLOS

EL SISTEMA NAVAL DEL IMPERIO ESPAÑOL. ARMADAS, FLOTAS Y GALEONES EN EL SIGLO XVI

EL SISTEMA NAVAL DEL IMPERIO ESPAÑOL. ARMADAS, FLOTAS Y GALEONES EN EL SIGLO XVI

        En este libro analizaremos la estructura naval del imperio español en el siglo XVI, su organización por el emperador Carlos V y su perfeccionamiento durante el reinado de Felipe II. Un inciso previo: a lo largo de este libro aludimos indistintamente al Imperio español o al Imperio de los Habsburgo, o de los Austrias, para referirnos a la misma estructura política, al imperio de Carlos V y Felipe II, el mismo del que se decía que el sol no nacía ni se ponía porque poseía territorios en todos los continentes conocidos.

        El emperador Carlos, auténtico césar de la cristiandad, heredó unos territorios de unas dimensiones que no tenían precedentes en la historia de Occidente. En una época en la que el mar era el auténtico hilo que unía a los territorios se vio obligado a configurar un sistema naval acorde con esa compleja realidad espacial. El resultado fue tan exitoso que España pudo dominar los océanos hasta bien entrado el siglo XVII.

        Antes de analizar el modelo naval creado por los Austrias mayores conviene que hablemos del modelo preexistente, es decir, del que hubo hasta el reinado de los Reyes Católicos. En la Baja Edad Media existió una Armada Real de Galeras, institucionalizada por Alfonso X el Sabio. Fue aprestada por primera vez a mediados del siglo XIII y estaba formada por unas dieciocho galeras de distinto porte que se financiaban a través de las rentas de una veintena de alquerías –algo así como una granja– destinadas a tal fin. La citada escuadra estaba regida por un almirante, rango que tendrá una larga tradición en la historia naval española y que fue creado por primera vez en estas fechas. Al parecer, dicha armada tuvo desde el mismo momento de su creación destacadas actuaciones, concretamente en el ataque al puerto de Salé –en el actual Marruecos– ocurrido en 1260 y en la toma de Cádiz, dos años después. Su cometido era doble: por un lado, la defensa del área del Estrecho frente a los ataques de los corsarios berberiscos, y por el otro, evitar el envío de refuerzos berberiscos al reino Nazarí. En ocasiones, si las circunstancias así lo requerían, la escuadra actuaba también en la vertiente atlántica, contra el vecino reino de Portugal. En el reinado de Juan II, la flota estaba al frente del almirante Alonso Enríquez, quien acostumbraba a poner al frente de la misma a su hermano Juan Enríquez. En agosto de 1407, estaba compuesta por 13 galeras y tuvo diversos enfrentamientos con la armada del reino de Granada.

        El panorama naval se completaba en el área suroeste con la existencia de verdaderos corsarios españoles que llevaban a cabo acciones de pillaje con el consentimiento real. El objetivo de sus tropelías eran los súbditos de otras naciones enemigas, fundamentalmente de berberiscos y turcos, pero también los mercaderes portugueses que comerciaban con los puertos del África occidental. En el norte de España, otros armadores privados defendían sus costas y practicaban el corso sobre los buques ingleses y franceses. En Santander fondeaba en 1391 una pequeña armada de tan solo dos galeras destinadas a la protección de las costas del Cantábrico.

        Y finalmente, en el área mediterránea las galeras catalanas y valencianas hacían lo propio con los berberiscos y protegían el Estrecho de una posible invasión norteafricana. La situación llegó a tal punto que, en 1489, Fernando el Católico prohibió la práctica del corso en todas las tierras del reino de Aragón.

         Durante los reinados de Enrique IV y de los Reyes Católicos la política naval se desatendió más aún, aunque parece ser que se mantuvo activa una pequeña armada de cuatro galeras para la custodia de las aguas de las costas del reino de Granada. Sin embargo, a partir de 1492, año clave en la historia de España, se produjo un profundo cambio en el devenir de los reinos peninsulares. La conquista de Granada por Castilla y el descubrimiento de América trajeron consigo una nueva realidad histórica. De esta forma se sentaron las bases de uno de los primeros estados modernos de Europa y, por supuesto, del primer gran imperio de la Historia Moderna.



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PRESENTACIÓN DEL LIBRO LA GRAN ARMADA COLONIZADORA DE NICOLÁS DE OVANDO

PRESENTACIÓN DEL LIBRO LA GRAN ARMADA COLONIZADORA DE NICOLÁS DE OVANDO

La publicación de este libro supone para mí la consecución de un viejo sueño. Hace un cuarto de siglo, cuando estudiaba Historia en la Universidad de Sevilla soñé con escribir algún día un estudio sobre la primera flota estrictamente colonizadora al Nuevo Mundo, tras el fracaso de la factoría colombina. Se trataba de la flota de 32 navíos que el Comendador Mayor de la Orden de Alcántara, Nicolás de Ovando, comandó en 1502 rumbo a la ciudad de Santo Domingo. Pero había un problema de difícil solución:

        El libro de armada, donde constaba el pasaje alistado y todo lo embarcado, se extravió en el segundo cuarto del siglo pasado. Otros historiadores, como la estadounidense Úrsula Lamb, estuvieron años buscándolo, pero nunca apareció. Yo tampoco lo he encontrado, sin embargo, me di cuenta que varios eruditos, que lo tuvieron en sus manos desde el siglo XVIII, lo habían copiado parcialmente: Juan Bautista Muñoz en el siglo XVIII anotó los nombres de los nobles alistados, mientras que Fernando Belmonte y Clemente enumeró a los marineros y fray Ángel Ortega en 1925, a los religiosos. Faltaban las personas corrientes que eran la mayoría, pero descubrí que habían formalizado su pasaje ante notario y su registro se podía localizar en el Archivo Histórico Provincial de Sevilla. Hace unos meses acabé de unir el puzle y hoy ha visto la luz mi nuevo libro, publicado amablemente por la Academia de la Historia de la República Dominicana.

        En él aparecen con nombres y apellidos, empleos, origen social y lugar de nacimiento una buena parte de aquel pasaje. Y no se trata simplemente de nombres sino de los primeros colonos estables del recién descubierto continente americano. Muchos permanecieron, y son los más remotos antepasados de los dominicanos, mientras que otros, se alistaron como conquistadores de Puerto Rico, Cuba, Jamaica y Nueva España. Sueño cumplido; a partir de hoy me tengo que plantear una nueva meta para seguir viviendo.

 

OBJETIVO

         Mi objetivo ha sido recolectar minuciosamente todos los datos fiables que conocemos sobre la escuadra para, a continuación, realizar un análisis detallado de la misma. Es posible que éste sea el único mérito de esta obra, es decir, el de haber recopilado todos los datos que circulaban, la mayoría impresos, en muy distintos ensayos, trabajos de investigación y colecciones documentales. Huelga decir, que el libro puede tener cierto valor mientras no aparezca el libro de armada porque cuando eso ocurra –si ocurre-, su trascendencia será meramente anecdótica, aunque eso sí, sabremos exactamente cuántas de mis hipótesis eran ciertas.

 

TÍTULO

         La elección del título ha sido meditada; hablamos de colonización frente a descubrimiento y conquista porque, por primera vez, la idea era establecer lo que Juan Pérez de Tudela llamó nuevo poblamiento, de ahí que se premiase con pasaje franco a todos los casados que decidiesen llevar consigo a sus familias. No ignoro que algunas armadas anteriores, especialmente la del segundo viaje colombino, también habían tenido pretensiones colonizadoras, pero nunca hasta ahora se había puesto tanto empeño en asentar la colonización.

         Utilizamos la palabra armada y flota indistintamente, porque también en la documentación se usa de manera sinónima. Sin embargo, pese al mantenimiento del nombre de las Flotas de Nueva España, en adelante se usó más el término armada cuando era una formación de carácter estrictamente militar, y flota cuando se trataba de una comercial.

 

APRESTO

El bullicio que presumiblemente generó debió ser verdaderamente espectacular. La flota de Nicolás de Ovando pretendía asentar de una vez por todas las bases de una colonización estable y próspera al otro lado del océano. Evidentemente, nunca hasta entonces se había concebido ni, por supuesto, despachado una escuadra de tales dimensiones con destino al Nuevo Mundo. Tan sólo la del segundo viaje colombino guardaba ciertas similitudes pero cualitativas no cuantitativas. El objetivo de ambas fue la colonización, aunque el número de barcos, el tonelaje y la cifra de pasajeros fuesen sensiblemente superiores en la jornada de 1502. Por ello, esta escuadra supuso un antes y un después en la colonización española del Nuevo Mundo. Atrás quedaba la fracasada factoría colombina, comenzando desde este justo instante una nueva etapa caracterizada por el deseo de consolidar definitivamente el poblamiento. No en vano, viajaban todo tipo de funcionarios reales, artesanos, profesionales liberales, etcétera. Más exactamente encontramos entre los alistados a oficiales reales, médicos, boticarios, artilleros, carpinteros, aserradores, albañiles, vidrieros, barreros, caleros y, por supuesto, agricultores -todos ellos casados- para nutrir el poblamiento indiano. Asimismo, viajaban un número indeterminado de familias, lo cual respondía a las necesidades de la nueva política de colonización.

Dicha flota tuvo una importancia excepcional por varios motivos:

Primero, porque fue la mayor empresa colonizadora preparada hasta esos momentos por Castilla.

Segundo, porque fue la primera aprestada en Sevilla, ciudad que comenzaba a configurarse como la metrópolis del comercio indiano, en detrimento de los puertos onubenses y gaditanos, como se confirmaría solo un año después con la fundación en aquella ciudad de la Casa de la Contratación.

Y tercero, porque su organización fue modélica, hasta el punto que se convirtió en punto de referencia para otras posteriores, como la de Diego Colón de 1509 o la de Pedrarias Dávila de 1513.

         De hecho, Carmen Mena ha destacado los paralelismos entre ambas armadas: el mismo tipo de navíos -naos y carabelas-, la implicación real, el nombramiento de una burocracia estatal o la fecha de partida en febrero con una diferencia de trece días entre una y otra. Para colmo, el azar quiso que a las dos le sorprendiera una tormenta en el trayecto a las Canarias, siendo mínimos los daños en ambos casos.

 

APORTES

        El libro contiene tres aportes fundamentalmente:

 

Uno, el listado fiable de pasajeros un total de 476 de los aproximadamente 1.500 que transportó. De ese listado salen a relucir dos novedades: uno, que la mayoría eran andaluces (50%) mientras que los extremeños apenas suponían el 13,10 %. Eso sí sobre esta minoría extremeña el Comendador Mayor depositó buena parte de las responsabilidades de gobierno.

Dos, que el pasaje se limitó a unas 1.500 personas y no 2.500 como se ha afirmado hasta nuestros días. Hacemos diversos cálculos del tonelaje y de la capacidad de carga para dejar demostrada esta cifra.

Y tres, que la empresa fue fundamentalmente privada y no Real como se había creído. La Corona se limitó a su organización y al apresto de un tercio de los buques para dar cabida a sus funcionarios y a los religiosos. El resto corrió por parte de la iniciativa privada. Comenzaba así una carrera comercial capitalista que dura hasta nuestros días

 

GANADORES Y PERDEDORES

         Las cosas no fueron fáciles en los primeros momentos, pues, de hecho, en los meses inmediatamente posteriores a la arribada pereció, de hambre y enfermedades, casi la mitad de la expedición. Sin embargo, la política pobladora de Ovando no tardó en dar sus frutos. Para la Metrópolis, el gobierno indiano de Nicolás de Ovando no pudo ser más satisfactorio pues encontró una isla al borde la ruina y dejó tras sí una colonia consolidada que sirvió de referente para toda la colonización española en Ultramar. Durante su gobierno se consolidó un modelo de organización, centralizado en Santo Domingo, que sirvió de referente para toda la colonización española de Ultramar. No en vano, fue durante su administración cuando se fundaron los primeros hospitales, se diseñó el primer urbanismo y se asentaron los fundamentos de un nuevo orden económico y social que, con muy pocas variantes, pasó luego a todo el continente americano. En los ocho años que estuvo al frente de la gobernación de las Indias no sólo impuso definitivamente la autoridad real en la isla sino que expandió las exploraciones a otras islas del entorno. Por tanto, su logro fue doble: primero, porque despejó todas las dudas sobre la rentabilidad de los nuevos territorios incorporados a la Corona de Castilla. Y segundo, porque creó un sistema colonial que mutatis mutandis tuvo una vigencia de más de tres siglos en la América Colonial. En 1509, llegó a la Española el segundo Almirante, Diego Colón, para sustituirlo al frente de la administración de la Española. En general la despedida fue lamentada por una mayoría de españoles. El cronista Gonzalo Fernández de Oviedo citaba el hecho con las siguientes palabras:

       

        Se dijo muy público que le había pesado al Rey por le haber removido del cargo, porque acá le echaron luego (de) menos y le lloraban muchos. Y si no se muriera desde a poco tiempo después que de acá fue, se creía que el Rey le tornara a enviar a esta tierra...

 

El Comendador Mayor zarpó de Santo Domingo el 17 de septiembre de 1509 en una flota que iba a las órdenes de Hernando Colón. Casi dos meses después, y concretamente en noviembre de ese mismo año, arribó al puerto de Lisboa. Desde la capital lusa escribió al Rey a la par que emprendía el viaje hacia la Corte. Atrás dejaba una colonización próspera y una isla en pleno apogeo minero.

        Bien es cierto que también hubo perdedores; para los pobres taínos, la llegada del Comendador Mayor supuso la aniquilación de toda esperanza de supervivencia. Su éxito como poblador y colonizador tuvo un altísimo e irreversible coste: la rápida aniquilación de la población aborigen que, en poco más de dos décadas, entró prácticamente en vías de extinción. Y ello más bien debido a las enfermedades, a la extenuación laboral y a la desnutrición que a las guerras. Asimismo, hubo otros daños que apenas han sido analizados hasta la fecha: comenzó un proceso de alteración ecológica, producido por la introducción de animales y plantas de la vieja Europa. Ello provocó la extinción de numerosas especies vegetales y animales autóctonas. Las talas indiscriminadas de las décadas posteriores, para alimentar las calderas de los ingenios, hicieron el resto. A finales de los años veinte, la catástrofe ecológica estaba prácticamente consumada.

        Dicho esto, conviene también recordar que el Comendador Mayor fue un hombre de su tiempo que se comportó de la manera que todos esperaban que se comportase. Además, cumplía órdenes estrictas y muy claras: debía someter cualquier insurgencia y dar viabilidad a la colonia. Era un soldado de la reina, un hombre leal que sabía bien que su único objetivo debía ser cumplir con lo que se esperaba de él, a cualquier precio. ¿Qué otra cosa podía hacer?, ¿debía perder la guerra?, ¿debía fracasar en sus objetivos y dar por perdida la colonia?, ¿debía defraudar a los Reyes Católicos? Pues no; se comportó como un fiel e incorruptible servidor de los intereses de la Corona y de la Iglesia. En el servicio de la Reina y de Dios empleó todas sus energías. Un pensamiento y una forma de actuar que resultan más o menos éticos si lo contextualizamos en la época que le tocó vivir.

        De regreso en la Península, sobrevivió un par de años, sin disfrutar de un verdadero reconocimiento por parte de la Corona, que no supo compensarle en la medida de lo que había recibido de él. Retornó a la sede de la encomienda mayor de su Orden, hasta que, un tiempo después, concretamente el 26 de febrero de 1511, fue llamado por Fernando el Católico para que le acompañase en una expedición contra los bereberes del norte de Africa. La intención última era que la orden alcantarina fundase un convento suyo en Bujía. La expedición no se llegó a realizar y el Rey aprovechó la estancia en Sevilla de varios miembros de la cúpula rectora de la orden para celebrar capítulo general. Éste se inició el 8 de mayo de 1511, y el día 29 del mismo mes y año moría inesperadamente en tales actos. Su cuerpo fue trasladó al Monasterio de San Benito de Alcántara, donde inicialmente fue inhumado en una modesta sepultura. Unas décadas después se labraría un majestuoso sepulcro en alabastro, por el escultor Pedro de Ibarra, donde actualmente reposan sus restos.

 

APÉNDICES

         Lo más valioso del libro son a mi juicio los ocho apéndices que he incluido al final del texto. En ellos se encuentra la información básica sobre la que he cimentado mi análisis. El primero tiene, a mi juicio, un valor extraordinario ya que es la primera relación alfabética documentada de los pasajeros. Se trata de un listado con cerca de medio millar de personas cuya presencia en la flota es segura o muy probable. Está confeccionada con todo el material documental e impreso disponible hasta la fecha. Hemos excluido de la lista a todo aquel sobre el que teníamos dudas fundamentadas, incluyéndolos en el apéndice II. Los apéndices III, IV y V no tendrían ningún valor si se conservase el libro de armada, hasta el presente extraviado. Se trata de tres extractos que realizaron otros tantos historiadores, de ahí su interés. El apéndice III es una interesante relación que elaboró, en el siglo XVIII, el célebre erudito y archivero Juan Bautista Muñoz y que nos aporta infinidad de detalles sobre los pasajeros y la cargazón. En el apéndice IV, reproducimos otro extracto, en esta ocasión redactado en 1886 por Fernando Belmonte y Clemente, que se centra fundamentalmente en los navíos y en la tripulación. Y finalmente, en el apéndice V, incluimos otro resumen que publicó fray Ángel Ortega O.F.M. sobre los franciscanos que viajaron en la misma y los enseres que llevaban. Las tres minutas son complementarias y suplen en buena medida la ausencia del tantas veces citado –y añorado- libro de armada. En el apéndice VI, presentamos una extensa relación de todos los trabajadores que viajaban con contrato laboral, especificando sus condiciones. En el apéndice VII, reproducimos el registro de la nao Santa Catalina que zarpó del puerto de Santo Domingo en septiembre de 1505. En dicha relación se incluyen los nombres de algunos recién llegados que enviaban a Castilla diversas partidas de oro, algunas muy cuantiosas. Y finalmente, en el apéndice VIII, elaboramos un listado fiable de aquellas personas que permanecieron en la isla, retornaron a la Península o marcharon a otros lugares. En base a este registro, ofrecemos algunas reflexiones en el texto.

 

AGRADECIMIENTOS

         Antes de acabar estas palabras preliminares quisiera mostrar mi agradecimiento a las personas e instituciones que me han ayudado en su desarrollo.

-En primer lugar al personal del Centro de Estudios Andaluces que me dieron todas las facilidades para acceder al valioso Fondo Otte que ellos custodian.

-A la Academia Dominicana de la Historia y muy en particular a su entonces presidente Frank Moya Pons, por su amabilidad al aceptar desde el primer momento y de buen grado mi propuesta para publicar este trabajo por la institución que él presidía.

-A la Fundación Obra Pía de los Pizarro, por la ayuda y cobertura que siempre presta a cualquier evento relacionado con América o la conquista y que tan importante labor está ya realizando en Extremadura.

-Al Excmo. Ayuntamiento de Brozas, tanto a su alcalde como a Isidro, técnico de cultura, por acoger con entusiasmo esta presentación.

-Y a personas concretas, especialmente a mi buen amigo el doctor Genaro Rodríguez Morel, siempre atento a ayudar a cualquier investigador que quiera trabajar cualquier tema relacionado con la historia de su querido país, la República Dominicana.

-También, conté con la ayuda desinteresada de la Dra. Carmen Mena, una de las mayores especialistas en la colonización temprana de América, y que respondió puntualmente a cuantas preguntas le hice sobre la armada de Pedrarias y sus similitudes o diferencias con la de 1502.

 

ESTEBAN MIRA CABALLOS