ORÍGENES DE LA ECONOMÍA DE PLANTACIÓN DE LA ESPAÑOLA
Genaro Rodríguez Morel: Orígenes de la economía de plantación de La Española. Santo Domingo, Editora Nacional, 2012. 371 páginas.
Esta obra, galardonada con el Premio Nacional de Historia José Gabriel García, año 2011, que otorga el Estado de la República Dominicana, constituye la base de lo que fue en su día la tesis doctoral del autor, leída en la Universidad Jaume I de Castellón. Cubre un incomprensible vacío historiográfico, pues mientras otras áreas, como las islas Canarias, Cuba o Brasil, disponían de una abundante literatura sobre la industria del dulce, en el caso de Santo Domingo apenas si contábamos con varios estudios parciales de Mervin Ratekin, Justo L. del Río Moreno y del propio Rodríguez Morel. Y ello a pesar de que en esta isla se radicó la primera economía de plantación y la primera industria azucarera de todo el continente americano.
La estructura es clásica, pues comienza con un prefacio, una presentación y una introducción, seguida de dos grandes bloques de contenido, el primero centrado en el apartado humano y estructurado en cuatro capítulos, y el segundo, dedicado estrictamente a la economía, al que se dedican otros tantos acápites. En su conjunto, detalla los orígenes de la economía de plantación en la Española en una doble vertiente: por un lado, analiza los grupos humanos implicados en el proceso, es decir, los dueños de ingenios, todos ellos pertenecientes a la élite blanca, los técnicos, la mayoría de origen canario o portugués, y la mano de obra, tanto india como negra. Y por el otro, se detalla el proceso productivo, desde la privatización de la tierra, a la siembra de la caña, la producción del dulce en trapiches e ingenios y su comercialización, tanto legal como a través del contrabando. Como es bien sabido, los trapiches eran movidos por tracción animal, mientras que los ingenios lo hacían con energía hidráulica, por lo que requerían una mayor inversión en infraestructura. Obviamente, los trapiches precedieron a los ingenios. A mediados del siglo XVI, la producción de la isla superaba las 100.000 arrobas anuales, incluyendo doce tipos de azúcares diferentes, fundamentalmente blanco, mascabado, quebrado y rosado.
Dada la pronta desaparición de la población indígena, sobre todo a partir de la segunda década del siglo XVI, los esclavos negros fueron ocupando su puesto en los ingenios y plantaciones. Aunque en un primer momento los oficios más especializados los desempeñaban canarios o portugueses, no tardaron en dominarlos los propios herrados, que terminaron copando toda la cadena productiva, desde purgadores, a espumeros, refinadores y hasta maestros de azúcar. Aunque el dulce fuese de peor calidad, siempre resultaba más rentable a los dueños de ingenios que pagar a técnicos europeos. Las esclavas, en cambio, se dedicaban más a las tareas domésticas dentro del ingenio y de la plantación, aunque no faltaron algunas que se integraron en la cadena productiva del dulce. El precio de los esclavos fue siempre elevado, pero con el paso del tiempo se incrementó de manera prohibitiva lo que lastró las posibilidades económicas de los señores de ingenios que tenían que desembolsar grandes cantidades de numerario para conseguir mano de obra. Se estima que hacia 1546, los esclavos negros de la isla sumaban entre 12.000 y 15.000 efectivos. La mayoría eran Biáfaras o Manicongos, aunque también los había de otras muchas etnias africanas, como los Bran o los Zape. Y hasta tal punto era así que ya desde mediado del siglo XVI se puede decir, de acuerdo con el autor, que la isla era una colonia fundamentalmente negra y, unas décadas después, también mulata. Este conglomerado esclavo, jugó un papel determinante en la configuración de las relaciones sociales de la isla desde el mismo siglo XVI. Ante el miedo a las rebeliones, algunas tan sonadas como las de Sebastián Lemba o Diego de Guzmán, se incentivó el matrimonio entre esclavos, hasta el punto de ofrecerles, a cambio, su libertad. Curioso, pues en la Península, donde no había riesgo de alzamientos, ocurría justo lo contrario, es decir, sus dueños dificultaban los enlaces hasta donde podían, ya que además de la pérdida de valor de las esclavas desposadas, el matrimonio canónico les otorgaba en teoría ciertos privilegios contradictorios con su condición servil.
La población blanca, al igual que la india, también entró en declive, aunque por motivos distintos. Así, mientras estos últimos desparecieron por las enfermedades y por su inadaptación al trabajo sistemático de una economía precapitalista, los españoles, fueron abandonando la isla, a medida que se descubrían nuevos territorios en Nueva España y el Perú. Y ello a pesar de los incentivos ofrecidos por la Corona para arraigar a sus pobladores dado que, a juicio del autor, se dirigieron a la élite y no a la gente común que era la más predispuesta a buscar nuevos horizontes.
Una de las cuestiones más novedosas de este trabajo es el análisis de la siniestralidad laboral. Obviamente, no existía nada parecido a la prevención de riesgos laborales por lo que había frecuentes lesiones, sobre todo, rotura de huesos, llagas, pérdida de dedos y hernias. No menos interesante es el estudio del impacto medioambiental de las plantaciones, así como de los trapiches e ingenios. Ello provocó una hecatombe ecológica sin precedentes. A medio plazo se deforestó una isla que estaba formada por grandes bosques subtropicales, a la par que se fueron desecando humedales, hasta el punto que, a finales de la centuria, había graves dificultades para conseguir leña para las calderas y agua para mover los mecanismos hidráulicos. Este crecimiento insostenible provocó graves perjuicios al propio sector azucarero. En este sentido, esta obra contribuye a esa nueva corriente historiográfica que trata de reivindicar la naturaleza dentro de la historia.
La industria azucarera dominicana siempre adoleció de varios problemas crónicos: primero, la dependencia de los capitales sevillanos, en su mayor parte de genoveses afincados en la capital del Guadalquivir. Y ello a pesar de las ayudas de hasta 6.000 pesos que la Corona concedía a aquellos que, desde 1520, quisiesen construir un ingenio, además de determinadas exenciones fiscales. Ello provocaba que las condiciones de producción y comercialización se impusieran desde la metrópolis, aunque los intereses no siempre coincidiesen con los de la élite local. Segundo, la competencia del azúcar procedente de otros lugares de América y de la propia España, en especial desde que se desarrolló la industria del dulce en Motril y en la costa levantina. Y tercero, el problema comercial, pues llegaban muy pocos barcos a la isla, y los que lo hacían vendían sus productos a precios muy altos y cobraban altos fletes por embarcar las mercancías de la tierra. Ello provocó un pujante contrabando, que hizo que, a finales del siglo XVI, gran parte del negocio de la isla se realizase al margen de la ley.
Se detectan en la obra pequeñas erratas y errores, sobre todo en los cuadros, pero que no alteran la línea argumental y que, por supuesto, no empañan su valía. Estamos ante una obra llamada a convertirse en un clásico de los estudios sobre plantación y producción de azúcar en el continente americano.
ESTEBAN MIRA CABALLOS
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